Montecarlo se entrega a Diaghilev
El Monaco Dance Forum completa, con funciones hasta el 3 de enero, el primer capítulo de su inmenso festival que festeja el centenario a los Ballets Russes de Serguei Diaghilev con una oferta de lujo: El hijo pródigo (1929), de George Balanchine; Sherezade (1910-2009), en una revisión de Jean-Christophe Maillot, y La consagración de la primavera (1913) de Nijinski. Todo tiene connotaciones sentimentales justificadas: El hijo pródigo fue el último ballet que produjo Diaghilev, y ha sido repuesto con cuidado perfeccionista por Patricia Neary, escrupulosa en los detalles formales, pues esta pieza sigue siendo la obra maestra creada por Balanchine con apenas 25 años; los decorados y trajes de Georges Rouault siguen vibrando en su plasticidad de trazo duro. Debutaba en el papel del hijo pródigo Jeroen Verbruggen, todo un descubrimiento de calidades, baile limpio y enérgico. Sherezade tenía sus riesgos, pues la coreografía original de Mijail Fokin se conserva y se baila en todo el orbe. Maillot se adentra en lo que mejor hace: convulsionar la técnica llevándola al límite. Hace una sublimación del estilo, reordena los elementos y acude a su inveterado y esquivo humor: hay dos Zobeidas y dos esclavos de oro, un desarrollo que se espeja y hace más complejo hasta el dramático desenlace que marca el argumento. Como siempre, Gaëtan Morlotti da una lección de histrionismo y danza madura en el papel del sultán Shariar.
Sólo puede calificarse de verdadera pedagogía balletística el trabajo de reconstrucción arqueológica al que Millicent Hodson y Kenneth Archer han dedicado varias décadas y todas sus energías. La consagración de la primavera de Nijinski, en su minuciosa búsqueda, ya tuvo su entronización al entrar en el repertorio de la Ópera de París y le faltaba al cartel del Ballet de Montecarlo, quizás la única compañía de ballet europea que no sufre hoy agobio financiero. Anteayer, esta obra entró en el repertorio monegasco por la puerta grande. La compañía en pleno se entregó al estilo, que ya fue rupturista en 1913 en París y aún sigue siendo una perturbadora zona de expresión llena de vitalidad que obliga al espectador a imaginar hasta dónde habría llegado Nijinski con sus brotes de genialidad creativa si otros brotes, los de la locura, no se hubieran cruzado en su camino.
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