La calavera y las tibias
La primera vez que me fijé en el símbolo de la calavera con las tibias cruzadas no fue en la bandera que ondeaba en lo alto del mástil de un barco pirata en uno de los cuentos de mi infancia, sino en la etiqueta de un paquete de polvos matarratas (más apropiadamente: rodenticidas) olvidado en la despensa de la casa de mis tíos. Cuando aparecí ante mis padres con la satisfacción inscrita en el rostro y llevando en la mano el nuevo trofeo se desencadenó un pandemonio pedagógico que se me quedó grabado en el alma. A veces, la letra con gritos entra.
La historia y la literatura completaron aquella primera y apresurada toma de contacto. Desde la cicuta de Sócrates o el arsénico de Emma Bovary, a los suicidios en serie del Führerbunker, durante aquel siniestro Götterdämmerung nazi en el que el cianuro abundaba más que la pasta dentífrica, los venenos han sido los instrumentos favoritos de los que deciden, más o menos voluntariamente, quitarse la vida. Y, por supuesto, de los más sofisticados asesinos: la serie Yo, Claudio, basada en la novela de Robert Graves, rendía tributo a la habilidad de Livia, segunda esposa de Augusto, para allanar a su hijo Tiberio el camino del poder mediante el empleo de pócimas tóxicas suministradas con liberal abundancia. Por cierto que la tradición, alentada por millares de novelas policíacas, nos impulsa a creer que el veneno es el arma preferida por las mujeres (quizás porque históricamente ellas han controlado la cocina, un ámbito propicio a la combinatoria de lo tóxico y lo nutritivo).
El gran momento del veneno no tuvo lugar en el remoto pasado, sino en el siglo XX: en la orgía asesina del Holocausto o en guerras
En contra de una opinión muy difundida, el gran momento del veneno no tuvo lugar en el remoto pasado, sino en el siglo XX. Además de ser profusamente empleado en la orgía asesina del Holocausto -un genocidio acelerado por medio del Zyklon B-, en multitud de guerras en las que se usaron armas químicas o biológicas, en los suicidios rituales de trasunto religioso (¿recuerdan los casi mil muertos de la secta de Jim Jones?), y en otros asesinatos colectivos de compleja etiología (la masacre con gas Sarín en el metro de Tokio, por ejemplo), cuya simple enumeración sería demasiado prolija, el siglo pasado mostró especial afición por el veneno como herramienta en los asesinatos individuales. Piensen en las ejecuciones (legales) con inyecciones tóxicas, en la eliminación discreta de opositores (los métodos de Beria nada tenían que ver con el gore exhibicionista de Ramón Mercader), en el empleo de caseras ponzoñas en los crímenes pasionales, en los ajustes de cuentas familiares, en las venganzas financieras y corporativas, en los homicidios sexistas.
El siglo XXI no se muestra diferente en lo que al uso del veneno se refiere. Descontando, claro está, las evidentes mejoras técnicas. El asesinato de Alexandr Litvinenko con polonio 210 abrió un inmenso horizonte para los venenos nucleares utilizados con fines políticos. Y el intento de envenenamiento de Víktor Yúshenko (¿recuerdan su rostro convertido en un campo de tumores?) durante la confusa campaña electoral que acabó llevándole a la presidencia de Ucrania demostró que los derivados de la dioxina tenían todavía su papel -como ultima ratio- en la lucha política.
Ahora, al tiempo que se confirma que Eduardo Frei Montalva fue envenenado (con talio y mostaza nitrogenada) por orden de Pinochet (cuyo golpe de Estado, por cierto, había justificado en un primer momento, igual que buena parte de la oligarquía chilena), nos enteramos de que la introducción del tiopentato de sodio en la inyección letal que ha acabado con la vida del asesino Kenneth Biros constituye un paso más en la "humanización" de la pena de muerte. De manera que el veneno sigue de moda. Ni siquiera la genial Agatha Christie, que -como afirmaba Bernard Shaw- tantos beneficios obtuvo de su empleo, habría sospechado un éxito tan rotundo.
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