El alma de un hotel
Como buena nómada vocacional, profeso gratitud hacia aquellos hoteles en donde he sido bien acogida, bien tratada, mimada por algunos empleados más allá de sus obligaciones y de mis propinas. La calidez es lo que cuenta. En El Cairo, adonde viajo con frecuencia, tengo mi hotel junto al Nilo, y le soy leal porque me ha dado felices momentos en cada ocasión.
He dicho tengo, pero no es verdad. Tenía. A primeros de año lo clausurarán, lo demolerán, y en su lugar construirán una clínica de lujo. No me pregunten para qué tipo de enfermos. En la ruidosa orilla del río sólo pueden encontrar acomodo aquellos monjes de Silos que quieran rehabilitarse del silencio y desengancharse de la mudez y del trauma de las visitas del locuaz Aznar. Pero ellos sabrán. Ellos: la multinacional que lo adquirió con la promesa de continuar con el establecimiento hotelero y de mejorarlo. Crearon expectativas, optimismo. Viví ese momento. Ellos: los que ponen en la calle a los buenos empleados, y los dispersan. Los defraudadores.
"Los buenos la poseen. La pierden cuando alguien pretende ponerla en venta"
Estos días últimos resultan de una melancolía indecible. Un trío de cuerda toca por las noches en el amplio vestíbulo, como siempre lo ha hecho; una hora antes, una arpista -cielos, todavía quedan arpistas por aquí- ha interpretado el menú de canciones típico de estos sitios, lo mismo que hace el pianista del restaurante del último piso; inevitable, La vie en rose. Pero el trío -un chelo y dos violines- interpreta con gusto bellos aires árabes, y les escucho meditabunda mientras los camareros se mueven silenciosos, y los no demasiado excesivos clientes -el hotel se derrumba, no atrae- se hacen fotografías sin fijarse en nada, con su Egipto fabricado ya en su mente. También pienso que los músicos son como los que tocaban en cubierta en la última noche del Titanic.
Mis amigos de aquí -camareros, narguileros, mozos, las señoras de los lavabos- me recibieron al llegar con más afecto que nunca, y me contaron la historia. Sienten que la nueva empresa le ha ahuyentado al hotel su alma. Porque los buenos hoteles la poseen, y la pierden cuando alguien pretende apoderarse de ella para ponerla en venta. El alma de la que mis amigos se sentían orgullosos ha desaparecido, y ellos hacen lo que pueden para mantener un eco, un recuerdo.
¿Cómo se las arreglan para conseguirlo? Trabajando bien. Sin esperanza, sin estímulos, sabiendo que se quedarán sin empleo, que nunca más volverán a reunirse formando el compacto equipo de profesionales que hasta ahora he conocido. No obstante, revolotean entre las mesas, se dirigen miradas rápidas, atienden a los escasos huéspedes como siempre lo han hecho.
En cierto modo, se rebelan. Me han confiado -después de tantas estadías mías aquí- que los encargados les roban las propinas si ven que se las doy, por eso hemos ideado un sistema de avisos que me pone alerta para cuando vienen. Sus propinas les pertenecen -la paga es mísera; las horas, muchas-, se las trabajan al precio de sus pies cansados, de su esqueleto dolorido. Hoy uno de ellos, Hisham, ha tenido que irse antes porque las lumbares le tenían fastidiado. Al salir se ha palmeado el bolsillo y ha sonreído con gracia: "My tips", ha dicho.
Y luego está Gamal, que prepara el mejor narguile de la ciudad y que es viejo y piadoso, y lleva esa señal oscura del rezo en la frente, pero que no es fanático, y cada vez que regreso me abraza como si yo fuera una hermana. ¿Adónde irá Gamal, con sus años y con el mercado tan saturado de mano de obra barata? Ojalá que algún buen hotel le acoja, y vuelva a verlo yo mirarme con sus ojitos pícaros por entre el humo de la pipa.
Son tiempos en que se rompen más almas de negocios de las que deberían, y al ocurrir este drama que no sale en los periódicos, las personas que bebían de ese espíritu, y que lo alentaban, se extravían como niños engañados.
Quizá ya nunca nos encontremos, por una decisión tomada por no sé quién en un despacho o en torno a una buena mesa. Debería existir un castigo para la gente que trafica con el modesto bien de quienes les sirven, para los que les expulsan sin conocer siquiera sus nombres.
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