Arcángeles pintones
A una hora de Bogotá espera, en Sopó, una imprescindible colección de óleos barrocos
Desde Bogotá hasta la pequeña población de Sopó no hay muchos kilómetros, pero el tiempo se demora circulando por una carretera estrecha y bellísima que deja contemplar grandes extensiones arbóreas y de pastos regados por abundante agua donde se apacientan numerosos rebaños vacunos. Sopó tiene sus orígenes en una población indígena prehispánica. Los muiscas fueron evangelizados por los dominicos a mediados del siglo XVII. Sopó era el nombre del cacique local. Las calles de esta apacible población sabanera van a dar a la plaza principal, donde se ve claramente la huella de la urbanización colonial. A un lado del perfecto cuadrado está la iglesia. Tiene adosada a su derecha, si la observamos de frente, la casa parroquial. La fachada del templo carece de cualquier tipo de decoración. Una torre central, acabada en un pico de estrella, sostiene el campanario, debajo del cual luce un amplio reloj circular, y más abajo aún se alza una gran verja que hace de única entrada. A ambos lados de este eje hay dos altos y amplios ventanales semicirculares para iluminar la nave central.
La casa parroquial, de altura inferior, tiene una larga balconada corrida, cuyo techo es sostenido por vigas horizontales y verticales de madera. Como la iglesia, está cerrada. Golpeamos la puerta de la casa. Pronto acude a nuestra demanda un jovencísimo sacerdote que, a pesar de lo intempestivo de la hora, la del almuerzo, nos deja libre la entrada y se ofrece a acompañarnos. Un gran patio distribuye las estancias. Por una puerta alcanzamos la sacristía, y de allí el altar mayor, desde donde diviso la larga y alta nave central. Colgados de sus empinadas y blancas paredes están los cuadros de los doce arcángeles. Parecen dar escolta al gran Cristo crucificado colgado del altar mayor.
La iglesia fue levantada en el siglo XVIII, aunque no llegó a finalizarse hasta muy avanzada la centuria siguiente. De ahí su fachada de frío y desnudo aire neoclásico, basilical. Cuento cinco altares pequeños, dos capillas laterales, la sacristía, el baptisterio y el altar mayor. Además de los arcángeles, hay otros cuadros dedicados a santos dominicos: santo Domingo de Guzmán, santo Tomás de Aquino, santa Rosa de Lima, san Martín de Porres o san Nicolás de Bari. También hay una delicada representación de Nuestra Señora de las Nieves atribuida al pintor Camargo. Nunca he contemplado tal número de ángeles o arcángeles juntos. La sensación es esplendorosa.
Allí, en medio del silencio, en medio de la tiniebla más espiritual que física, las figuras resplandecientes de Miguel, Rafael, Gabriel, Uriel, Geudiel, Seactiel, Barachiel, Piel, Esriel, Laruel, Lad... y Custodio. Arcángeles reales, citados en las Sagradas Escrituras por sus nombres; y arcángeles apócrifos, supuestos, no reconocidos por sus nombres en los pasajes bíblicos, pero sí citados a través de los atributos y funciones representativas. Las pinturas tienen todas la misma dimensión y están igualmente encuadradas por un gran marco azul. Los arcángeles son de tamaño natural y están situados verticalmente. La identificación de cada uno de ellos no presenta dificultades debido a la inscripción que acompaña a cada uno: el nombre en hebreo, la leyenda en latín y, finalmente, la palabra Dios. Por ejemplo: Uriel (nombre del arcángel), ignis (fuego), según la tradición medieval la función bajo la cual ha sido representado cada uno, y Dei, el nombre de Dios. Entre esta corte celestial sólo hay uno que no tiene esa inscripción, Miguel, el arcángel principal, pero su clara representación: la lucha contra el demonio, lo hace perfectamente identificable. También hay un nombre medio borrado en el cuadro más deteriorado de todo el conjunto.
El poder del detalle
Sorprenden al mirarlos varias cosas. Sus rostros no son ambiguos, sino claramente femeninos. Llevan túnicas de una gran finura y elegancia y adornadas por joyas de curiosa artificiosidad. Dejan partes de su cuerpo al descubierto, sobre todo piernas y brazos, además de zonas del pecho. A veces, arcángeles como Uriel y Esriel hasta provocan cierto erotismo. Y las puntillas y brocados de las sandalias son de una compleja originalidad. Demuestran un gusto exquisito por el detalle.
Los arcángeles de Sopó no sólo son una gran obra pictórica, sino que también se les añade otra misteriosa condición: ¿quién los pintó?, ¿de dónde llegaron? Se sabe que fueron realizados a finales del siglo XVII, pero su autor y procedencia siguen siendo un enigma, y eso todavía les da un mayor valor. Los ángeles y arcángeles siempre fueron un motivo para la representación artística. En la América hispánica adquirieron una nueva y muy original forma, basada en la influencia europea, a la que añadieron su rica y propia visión local. De ahí surgieron las escuelas cuzqueña (Perú), quiteña (Ecuador) y mexicana.
Las pinturas del maestro anónimo de Sopó (aunque allí no fueron pintadas y su autor probablemente jamás conoció estas tierras) fueron ignoradas hasta época reciente. En 1961, una vez restauradas, se expusieron en Bogotá y 20 años después se volvieron a estudiar y a mostrar de nuevo en la capital colombiana. En los archivos apenas hay datos esclarecedores. No hay nada en estos arcángeles semejante a los de las otras escuelas y autores. Los puntos de contacto son mínimos y puntuales.
Guardián del verbo
"Utópica es la dimensión del Ángel. Su lugar es el país-de-ninguna-parte, cuarta dimensión más allá de la esfera que delimita los ejes del cosmos visible, mundus imaginalis. Nadie sabría indicar el camino que allí conduce. Sólo el Ángel, guardián del verbo divino, icono del ad-verbum, intermediario necesario a todos los profetas hasta Mahoma, puede realizar largos viajes desde este ninguna-parte invisible, desde su Caelum-Caeli, Domus y Civitas del señor, inalterable", escribe Cacciari en El ángel necesario. Y sin embargo, los arcángeles de Sopó están aquí parados, detenidos en el tiempo y en el espacio, anclados en su propio oficio imaginario. Exiliados de ese alto País-de-ninguna-parte, incluso del nuestro terrestre.
Si los miramos a la vez, el soplo que mueve sus ropajes parece aún darles vida. Pero la vida no está en ellos, sino en nosotros que los revivimos mientras los contemplamos en silencio. Y su misterio es nuestro misterio, y su silencio es nuestro silencio, y su invisibilidad es la nuestra. En la iglesia de Sopó, a esta hora del mediodía, estamos en las fronteras del no lugar, que es el espacio abierto entre sus cuerpos y los nuestros: la facultad imaginativa a la que se refería Maimónides. Sentí el poco tiempo compartido con ellos. Mientras yo partía, los doce arcángeles quedaban allí, por los siglos de los siglos, suspendidos de las alas, suspendidos del soplo divino, de la paciencia invencible, contemplando lo efímero, pues también son los guardianes del tiempo sin medida. ¿Alguna vez se habrán dirigido a alguien? ¿Alguna vez se dirigirán?
Al regresar a Bogotá, José Antonio de Ory me presenta a Pablo Gamboa Hinestrosa, un acreditado profesor y magnífico investigador del arte. Charlamos amigablemente de mi reciente descubrimiento e intercalamos conjeturas sobre los maestros de Sopó y su legión arcangélica. Al despedirnos me promete hacerme llegar su estupendo libro La pintura apócrifa en el arte colonial. Cumple pronto su palabra y hoy tengo ante mí las imágenes guardianas de estos seres celestiales.
» César Antonio Molina, escritor, fue ministro de Cultura.
Más información en la Guía de Colombia
GUÍA
Cómo ir
» La localidad de Sopó se encuentra a 47 kilómetros al norte de Bogotá.
» Turismo de Bogotá (www.bogotaturismo.gov.co).
» Oficina de Turismo de Sopó (www.sopo-cundinamarca.gov.co; 00 57 18 57 28 02).
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