Contra la desconfianza, gobernar
Ahora, a toda prisa, en tres meses, los partidos catalanes quieren consensuar lo que no han sido capaces de pactar en 30 años: una nueva ley electoral. Por si acaso, algunos, más precavidos, han apuntado ya que el acuerdo podría limitarse a regular las campañas electorales y el papel de los partidos, dejando pendiente, una vez más, la espinosa cuestión del sistema de votación y el reparto de escaños. Sería un verdadero escarnio. Al mismo tiempo, todos los partidos se han puesto a formular propuestas contra la corrupción: el PSC anunció un contrato compromiso a firmar por sus electos locales, el PP dice tener 50 medidas a punto y así sucesivamente. Nada nuevo; desgraciadamente, la política se mueve demasiado a golpe de acontecimiento. Y a ello se debe buena parte de su ineficiencia. La irrupción mediática de algunos escándalos sonados ha provocado una peculiar competencia entre partidos: quién promete lavar más blanco. Pero el problema no está en el detergente sino en las personas y en una cultura ambiente que ha establecido el dinero como medida de todas las cosas. Un pequeño detalle que merece ser subrayado: en los dos últimos casos de corrupción que han resonado en la opinión pública catalana -Millet y Pretoria- apenas aparece la financiación de partidos. Lo que se imputa a los acusados es haberse llevado el dinero directamente a su bolsillo.
Los partidos están tan habituados al papel de chivos expiatorios que, a menudo, cargan culpas que no son sólo suyas
Tanta gesticulación regeneracionista se fundamenta en la necesidad de devolver la confianza a la ciudadanía. Los partidos están tan acostumbrados a asumir el papel de chivos expiatorios de la colectividad que, a menudo, cargan sobre sus espaldas culpas que no son sólo suyas. Ciertamente, hay desconfianza en la sociedad. Hay descontento con los políticos, pero no sólo con los políticos, sino con las élites en general: con el poder político, pero también con el económico, con el mediático y con el judicial. Y la crisis la ha agudizado considerablemente. La ciudadanía ha visto como el dinero público se orientaba a resolver los problemas de quienes habían provocado la crisis -en especial el poder financiero-, sin que ello provocara el relevo de los responsables de estas instituciones y sin que este dinero sirva para que las entidades financieras echen una mano con el crédito a empresas y ciudadanos en dificultades. La ciudadanía constata que el poder económico se ha globalizado y que el poder político sigue siendo local y nacional, sin capacidad para poner límites a los excesos del dinero. Y la ciudadanía mira cada vez con más escepticismo y desconfianza la promiscuidad entre poder político, poder económico y poder mediático, que se están comportando como una casta cada vez más distanciada de la sociedad. La suma de todas estas cosas es la que genera la desconfianza y el malestar. Y lo que más duele de los comportamientos de los dirigentes políticos es que, en vez de gobernar, sean comparsas de este juego.
Es cierto que hay situaciones ante las que es difícil entender que los gobernantes pongan el interés de partido por encima del interés general. Y es cierto también que cuesta ver en el escenario proyectos capaces de ilusionar y de movilizar a la ciudadanía. La democracia, en manos de un oligopolio partidista, tiene unos tiempos lentos, difíciles de justificar, que la hacen poco eficiente. Pero ¿puede distinguirse por su eficiencia un sistema económico que ha llevado a la crisis que la ciudadanía está sufriendo en estos momentos?
La desconfianza tiene otros destinatarios, además de los políticos. Sin embargo, éstos están tan acostumbrados a pagar por todos que están haciendo de parapeto a quienes son tan culpables (o más) que ellos del malestar de la ciudadanía. Ni los políticos ni los ciudadanos ganamos nada con este rol de encubridores voluntarios de otros que los partidos parecen haber asumido. Me gustaría ver a los políticos irritados cuando de un caso de corrupción se deduce alegremente la presunción de culpabilidad de todos ellos. Está bien que los políticos hagan propósito de enmienda, pero no hace falta que asuman más responsabilidades que las que les corresponden estrictamente, porque así se alimenta el discurso de doble moral, tan exigente con el comportamiento los políticos y tan laxo con el de los ciudadanos en el mundo económico. Gobernar -empezando por marcar los límites al dinero- es el mejor antídoto contra la desconfianza. Salvo que nuestros gobernantes entiendan que su función se ha reducido ya estrictamente al papel de chivo expiatorio de la sociedad. Es decir, salvo que hayamos llegado al grado cero de la política.
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