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Crítica:TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La tragedia natural

Javier Vallejo

Una de las misiones de nuestros teatros públicos es escenificar esa porción creciente del repertorio contemporáneo español que por sus exigencias artísticas y lo extenso de su reparto se representa escasamente. Unas Bodas de sangre cabales, con veintitantos intérpretes, sólo pueden hacerse bajo su amparo. Éstas, coproducidas por el Centro Dramático Nacional y su homólogo andaluz, tiran de hombres y no de nombres.

En su tragedia, Lorca hace justicia poética a Francisca Cañadas, que hubiera merecido justicia vital: la mujer que le sirvió de modelo vivió emparedada hasta su muerte, hace veinte años. Su familia decretó en torno suyo la ley del silencio. José Carlos Plaza, director de este montaje, lo ancla en un paraje arcano, partido por un reguero seco: recuerda al Cabo de Gata y a la Babilonia bíblica. Las mujeres que lo pueblan tienen acento andaluz, pero parecen átridas. Son criaturas atemporales, emanaciones hoscas de un territorio hostil.

BODAS DE SANGRE

Federico García Lorca. Dirección: José Carlos Plaza. Madrid. Teatro María Guerrero. Hasta el 3 de enero.

Escenografía, luz (Paco Leal) y vestuario (Pedro Moreno) dibujan un campo de batalla dónde la felicidad es un rayo breve de sol invernal. Ahí en medio se planta, resuelta y axial, la madre cariátide de Consuelo Trujillo. Luis Rallo, su hijo, tiene la frente y la estampa de Casimiro Pérez, el novio real, y un apocamiento bonachón que se vuelve temple vengador cuando le roban la novia, interpretada por Noemí Martínez con un abanico expresivo que ella abre y cierra con gracia: está sutilmente esquiva cuando su suegra le anuncia lapidaria lo que debe esperar de su matrimonio ("esposo, hijos y una pared para todo lo demás"). Carlos Álvarez-Novoa, su padre, con amagar un gesto lo dice todo. Son un cuarteto afinado con diapasón. Ana Malaver, Olga Rodríguez y Carmen León imprimen pathos a sus papeles de carácter. El Leonardo de Israel Frías anticipa, desde su primera entrada, su fiereza postrera: no tiene recorrido dramático. Su pecho al aire subraya innecesariamente su carácter.

Las escenas festivas, escollo dónde naufragaron otras Bodas de sangre, tienen en ésta la impronta tribal y pagana de los bailes de aldea. Cristina Hoyos mueve a placer las escenas corales, resueltas con donaire por Sonia Gómez, Pilar Gil, Pepa Delgado, Ramos López y el resto del elenco femenino. No se entiende, en cambio, que la nana se acompase con una voz en off sonorizada electrónicamente: bastaría con que las actrices la entonaran con su voz natural, como el resto de las canciones, de sabor ibérico, compuestas por Mariano Díaz, que en ésta les exige demasiado.

La escena de los leñadores, por solemne, y la de la luna, cuya voz es una canción grabada por Ana Belén, nos llevan a otro lugar: están fuera del registro trágico mantenido con tan buen pulso durante el resto del espectáculo.

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Sobre la firma

Javier Vallejo
Crítico teatral de EL PAÍS. Escribió sobre artes escénicas en Tentaciones y EP3. Antes fue redactor de 'El Independiente' y 'El Público', donde ejerció la crítica teatral. Es licenciado en Psicología, en Interpretación por la RESAD y premio Paco Rabal de Periodismo Cultural. Ha comisariado para La Casa Encendida el ciclo ‘Mujeres a Pie de Guerra’.

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