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PERDONEN QUE NO ME LEVANTE
Columna
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Tantas Venecias

Es temprano, escribo en la cama de mi habitación del hotelito, bien abrigada. Al otro lado de la ventana, el Gran Canal aparece hinchado, aunque no tanto como anoche. Acque alte, anoche, simultáneas a una especie de diluvio. Las terrazas en donde había comido los días anteriores desaparecieron a causa de la súbita irrupción del Adriático en la laguna. Todo distinto. Otra Venecia.

Cuatro jornadas aquí, y tantas Venecias. La primera, con sol, y un mar de turistas coloreando las arterias de la ciudad, curioseando puestos de souvenirs que son también como canales de lo kitsch, máscaras con pretensiones a lo Cirque du Soleil visto en un trance de LSD, reproducciones enanas de la Pietà de Miguel Ángel junto a bustos cabezones de Juan Pablo II y mucho, muchísimo falso cristal de Murano fabricado en las oscuras bodegas de Extremo Oriente, gondoleros y papás noeles metidos en bolas de cristal, caballos danzantes, etcétera. Terrazas bajo el sol, pescado, precios por las nubes, amabilidad mercantil. Belleza abrumadora de los palazzi, el sonrojo de otoño en los árboles. Palomas como cerdos en todas partes. Gaviotas posándose en las cabezas de las estatuas.

"Lo mejor de la ciudad es su vida normal. La lluvia nos libra de turistas"

Perderse entre callejuelas ajenas al tráfico visitante, descubrir los campi menos atormentados por el turismo.

Al tercer día: lluvia, elegancia gris. Hasta la espectacular explanada de San Marcos vio atemperarse su impresionante gigantismo. La lluvia fue arreciando, también el frío, y me empujó a un café en donde consumí un chocolate caliente. Este carburante me ayudó a llegar a Campo Santo Stefano, en donde fui víctima de una especie de mal de Stendhal, pero en bien. En la gran superficie limpia y pura bajo la lluvia, los preciosos volúmenes de palacios e iglesias, el divino quiosco repleto, todavía, de diarios de papel... Allí comprendí lo que me ocurría: hacía tres días que no había padecido un solo coche, un solo atasco de tráfico, un solo bocinazo. Terapia fantástica. ¿Resistiré regresar al caos circulatorio de Beirut, agravado por la instalación masiva de semáforos que a todos desconciertan? No lo sé.

La lluvia fue a más y a más. Al salir más tarde de la estación de Santa Lucía, después de haber despedido a una amiga de Roma con la que me encontré aquí, aquello ya era el Apocalipsis a chorros, y el Gran Canal se subía a los laterales. El vaporetto me depositó en Ca' D'Oro. Por primera vez, los 50 peldaños hasta la recepción del hotel me parecieron una gran idea. El agua empezaba a lamer el portal.

Más adelante, en un restaurante vecino, los camareros se ofrecieron a llevarnos al hotel a caballito. Mi amiga -otra, que también vive habitualmente en Roma- aceptó. Yo pensé en Beirut sin desagües, en las calles inundadas dos palmos, en las cortinas de agua que destruían paraguas. Me arremangué los pantalones y me sentí feliz. "Se le van a arruinar las botas, es agua salada". "Mejor -dije-. Un buen baño de pies". Esta mañana, mis botas relucían, preciosas. Beirut es una gran escuela para los inconvenientes.

Y aquí estamos, apenas turistas, venecianos por todas partes. Aunque cada vez quedan menos. Se marchan al ritmo de uno por día. Un marcador digital, instalado en el escaparate de una farmacia, va señalando la cifra de los que quedan. Hace un par de días, 59 mil y pico. En el centro de la plaza, subido en su monumento, Carlo Goldoni sonríe, irónico.

Tampoco hoy salen las góndolas. Se anuncian aguas altas para esta noche. Alessandra, la única mujer gondolera -cuenta y no acaba de lo que la putea el gremio macho-, dice que conducir una de estas embarcaciones es muy difícil y peligroso, sobre todo en los cruces de callejuelas. Alessandra sostiene que las autoridades estimulan la defección de lugareños, porque quieren convertir la ciudad de la laguna en un parque temático, cobrar entrada, controlarla por completo.

Pero lo mejor de Venecia es su vida normal. Las lluvias nos han librado de japoneses y otros turistas de aluvión y de paso rápido. Y surgen las Venecias que merecen ser salvadas. No las que se hunden -esto no se hundirá nunca, es un ejemplo de construcción imbatible-, sino las que son explotadas, vendidas, corrompidas por las aberraciones estéticas del turismo masivo.

Hoy pienso ir a tomarme un dry Martini al Harry's Bar. Pero antes me compraré unas botas de goma.

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