Hechos, y no palabras
Cuán reconfortante resulta que dos rivales en teoría irreconciliables como José Montilla y Artur Mas aparquen sus disputas y se estrechen la mano en el Parlament, elocuente gesto que simboliza su compromiso de regenerar la vida pública catalana. Nada mejor para recobrar la confianza en nuestros dirigentes que asistir a esta súbita premura por pactar la ley electoral (con 30 años de retraso), reforzar el control sobre las intachables finanzas de sus partidos y cubrir con un manto de transparencia las siempre vilipendiadas recalificaciones de suelo municipal. Oportuna catarsis colectiva que, en vísperas electorales, sin duda persuadirá a una ciudadanía injustamente desafecta con la política y quienes la ejercen.
Acuciados por los escándalos, PSC y CiU prometen medidas de transparencia. Antes deberían predicar con el ejemplo
Tras semanas de aturdimiento, a resultas de las reverberaciones políticas del caso Palau y de las revelaciones sobre los oscuros manejos de los ediles del PSC y los ex altos cargos de CiU implicados en el caso Pretoria, todo indica que nuestro establishment vuelve a hacer pie. Tolerancia cero con la corrupción. Ése el eslógan acuñado por el PSC, abrazado por sus socios y suscrito por CiU, que, como favorita en las elecciones de 2010, reza por que tan enojoso asunto se salde con un empate.
Es sabido que cuando la corrupción infecta al partido de enfrente se airea como un estigma al objeto de desgastarlo, pero si el virus se inocula en las propias filas conviene describirlo como un mal endémico del sistema. Ello permite transferir la responsabilidad a las leyes -abstrusos documentos oficiales que no concurren a las elecciones- y eximir así de toda culpa a quienes las aprobaron, casi siempre a la medida de sus necesidades.
Tiempo habrá para juzgar si la flamante complicidad de Montilla y Mas alumbra una ley electoral que de veras combata la presente partitocracia y proscriba el derroche electoral, principal germen, junto a la codicia personal, de la corrupción. Posibilidad que se antoja remota cuando el PSC plantea limitar las donaciones privadas, gran fuente de financiación de CiU, y ésta replica que, en tal caso, habrá que vetar también la condonación de la deuda bancaria de los partidos, de la que tanto los socialistas como ERC han hecho sobrado uso. Tan precoz intercambio de golpes sugiere que el combate puede acabar en unas pacíficas tablas.
Y es que, pese a que los partidos exhiben propósito de enmienda y voluntad regeneracionista, reinciden en actitudes poco compatibles con sus buenas palabras. Llama la atención, por ejemplo, la exótica concepción que ciertos políticos tienen de la transparencia, atractivo señuelo que emplean a efectos propagandísticos pero que luego destierran de su ejecutoria diaria. Veamos un par de ejemplos.
Al fin, Artur Mas anunció el viernes que Convergència devolverá en cómodos plazos al Palau de la Música los 630.000 euros que cobró de Fèlix Millet -gesto que acredita su liderazgo, según la sociovergencia impresa-, pero aún es hora de que, conforme a su retórica sobre la transparencia, divulgue los convenios de la Fundación Trias Fargas que motivaron tan generosas dádivas. Mas justifica así la opacidad de las jugosas donaciones que recibe su partido, a menudo de empresas favorecidas por la Generalitat en la etapa de CiU: "Si lo publicitamos todo, nadie nos aportará ni un euro por temor a sufrir represalias". En este punto, la sintonía con Josep Antoni Duran es plena: "Pedimos dinero a quienes creen que lo que hacemos es bueno para el país o para el sector al que representan." Esta visión de la política al servicio de los lobbies se inspira en el modelo de EE UU, sólo que, en aras de la transparencia, allí la ley impone que la identitad de los donantes sea pública.
Pero este doble lenguaje también ha hecho mella en el PSC. Tras desvelarse que el tripartito hizo caso omiso de las auditorías oficiales que detectaron las irregularidades de Millet, el departamento de Antoni Castells replicó que de esos informes "no se desprenden responsabilidades penales". Tras leerlos con detenimiento, la Generalitat admite ahora que Millet se apropió de ayudas públicas por valor de tres millones y se dispone a personarse en la causa. Sólo falta que, con la transparencia que le caracteriza, Castells aclare por qué nadie reparó en unas auditorías que anteayer presentó como inocuas y que hoy blande como una prueba de cargo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.