Garbo papal
Cualquiera que disponga de sentido del humor y un poco de tiempo libre puede pinchar, en Google, Benedicto XVI, en el apartado correspondiente a imágenes, y pasárselo bien. Qué suerte hemos tenido de poder disfrutar de este hombre en plena era de las tecnologías, a las que tan aficionada soy, como bien saben ustedes.
Benedicto es una delicia. De entre las casi cien mil fotografías que aparecen, las más hilarantes no son los montajes que han colgado sus detractores, sino sus propias poses. Crecí en un mundo dominado por la sombra ascética y severa de Pío XII, un pontífice que fulminaba con su metálica mandíbula. Los papas de antes eran sujetos de un solo gesto. Dos, como máximo. Que es lo que les ocurre a los ayatolás y a los grandes rabinos. Vas a por Jomeini, que en paz descanse y que no se mueva, en Google, y te lo encuentras cejijunto, azote de Occidente donde los haya, o con una seductora sonrisa -especial para discípulos allegados- que te hace preguntarte si el tipo, con un buen afeitado y una ducha, no habría resultado mucho más útil. En cuanto a los grandes rabinos, abunda lo mismo: barbas, tirabuzones y sombreros. Ves a un gran rabino de los de como Dios manda, y podría perfectamente ser otro, o bien ser cualquiera de los Monty Python en La vida de Brian.
"Cuando sonríe y alza los brazos, sin duda él cree que saluda a los fieles"
Y eso era lo que ocurría con Pío XII, que tenía idénticas pintas aristocráticas y secas cuando bendecía los cañones de Mussolini que cuando salía al balcón a saludar. Juan XXIII, por su parte, cultivaba las trazas de oso bonachón, y Pablo VI iba de intelectual de altura. La cosa cambió con Juan Pablo II, como todos ustedes saben. Pero hasta el llorado susodicho era escueto en su representación, más inclinado a interiorizar para rellenar su imagen de intensidad a lo Grotowski.
Pimpante como un sumo tirolés, Benedicto supera todas mis expectativas y, posiblemente, las de Tennessee Williams para el papel de Alexandra del Lago. Todo su poder escénico radica en el triángulo invertido que forman sus ojos y cejas, y su sonrisa, vértices enlazados por la nariz, que aparece aplastada como una patatilla, una nariz de bosquimano. La movilidad de estos elementos, potenciada por el añadido de unas orejillas pequeñas pero volátiles, confiere a cualquier actitud o vestimenta añadidas una contundencia cómica que con el tiempo se convertirá en legendaria.
El fondo de armario papal, por llamarlo algo, deja mucho que desear en cuanto a continencia, si bien no puede quejarse el buen hombre de la cantidad y variedad de tocados. Aunque hay que reconocer que, con los años, los furruses han ido a menos, y que en todas partes cuecen filigranas -no hay más que ver al de Canterbury cuando se viste de gala-, en materia de sayas y faldones el ocupante del solio de Pedro va bien servido. ¿Dormirá con camisón o con pijama? Es pregunta que lanzo a la imaginación de los lectores. Le imagino con un mono de felpa de una sola pieza y de botonadura delantera, con un pompón escarlata en la parte posterior.
Decía que la trinidad de órganos que preside su sacra testa condiciona cualquier desatino accidental que ocurra en su entorno más cercano. Cuando el Papa sonríe y alza los brazos y abre las manos, sin duda él cree que saluda a los fieles; puede incluso que los fieles lo crean. Pero para un espectador frío en fe y, sobre todo, en esperanza, lo que B-16 acomete es un intento de apoderarse de todos, como si quisiera sujetarse a la multitud con sus garritas de Hansel y Gretel. Mejor se le da la bendición a media asta y, desde luego, resulta del todo inadecuado cuando levanta el brazo y extiende la mano. Salvo que lo haga en la intimidad, para desahogarse.
Hete aquí que hemos pasado un ratito entretenido, espero, a cuenta de nuestro querido Pontífice. Capota al viento o con una paloma en lo alto, o simplemente alborozado, Benedicto supera con creces y con cruces a sus caricaturistas.
Y algo tiene que hacer una, ahora que los mencionados Monty Python ya no están en activo y que El Molino barcelonés ya no existe.
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