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Reportaje:

La verdadera historia de una foto

Un descendiente de la familia que protagonizaba la imagen 'post mortem' publicada el martes recuerda los avatares del clan de Cas Loís, que se fundó en Ribadeo sobre tierras desamortizadas

Desde que murió Francisca Pérez Debén, su mujer, Francisco Fernández Ríos y Fernández se dedicó a preparar su propia muerte. Ya parecía estar dándole vueltas al asunto en la foto que la familia se mandó sacar en Cas Loís (Vilaframil, Ribadeo), la casa grande que los unía, unas horas antes del entierro de ella. Sentado a la cabecera de la caja, con la mejilla descansando en el puño y el codo apoyado en el féretro. En el entierro de Francisca, hija da Cas do Gallardo, Francisco no miraba a la cámara ni atendía a las directrices del fotógrafo. Y eso que el artista no era un profesional cualquiera, sino el afamado Benito Prieto, con estudio a la orilla del Eo desde finales del XIX.

Pues si Francisca se hizo la foto post mortem el 13 de febrero de 1913, Francisco se retrató, al fin muerto y como él había soñado en los últimos tiempos, el 22 de julio de 1919. Un año antes, la llamada gripe del 18 ya se había llevado a José, el hijo guapo y de grandes mostachos que aspiraba a ser el vinculeiro y que posaba centrado en la imagen primera, junto a sus hermanas, sus sobrinos y su cuñado. Así que Francisco todavía encontraba más motivos para irse. Y con serenidad fue ultimando los detalles. Se mandó confeccionar un hábito de monje franciscano y encargó el ataúd que quería. Cuando tuvo el atrezo en casa, ordenó a un criado que se pusiese la mortaja y se tendiese en el féretro, para ver el efecto que hacía. La peripecia del sirviente amortajado ensayando el óbito de su patrón quedó grabada en la memoria familiar y uno de los tataranietos de Francisca y Francisco la cuenta hoy tomando un café, en el bar de Santiago donde estuvo colgada, sin él saberlo, la foto del entierro de la tatarabuela.

Esa estampa fue publicada el martes pasado por EL PAÍS, en esta misma página del periódico, ilustrando un reportaje sobre la fotografía funeraria en Galicia. El hijo del hijo de una hija de una hija de los dos difuntos inmortalizados conservaba en casa el retrato original, y ahora, delante del cortado y de un puñado de fotos más recuerda a los de su sangre.

Todas las fotos cuentan cosas, y todas las familias arrastran en sus recuerdos historias apasionantes. Lo que no hay en todas las casas es un miembro dispuesto a escribir el best seller. Aquí, las fotos, en contra de lo que pudiera ver el ojo poco avezado en estampas históricas, hablan de una familia labriega pero con posibles, donde hasta los niños llevan corbata, los ataúdes son de lujo y las mujeres guardan un riguroso luto. La única que se permite una licencia en el atavío es la bella Angelita, que en el entierro de Francisca aparece en el centro de la foto sosteniendo a un bebé y en el de Francisco se sitúa esquinada con sus cuatro hijos. El bebé, aquí, es el niño colocado más en primer plano. Modesto, el marido de Angelita, no sale en la foto quizás porque estaba atendiendo sus empresas. Fue uno de los primeros taxistas de Ribadeo y luego fundó uno de los primeros transportes de pescado a Madrid. Cuando estalló la guerra, dos de sus hijos iban por la Nacional VI con un envío. Al enterarse de la noticia, acordaron que el más joven volviese a casa y el mayor llevase la mercancía. Se pasó tres años sin poder regresar a Galicia.

Cas Loís era una de las mejores heredades de Ribadeo, tenía un hórreo de tres pisos, y cuando se desconchó, la vajilla de Sargadelos sirvió para dar de comer a los perros. El fundador fue el abuelo de Francisco, Loís Fernández, que desoyó las amenazas de los curas y acudió a las subastas de tierras de la Desamortización. Murió en 1833, cuando ya había reunido un gran patrimonio rústico.

En Cas Loís nunca faltaban las patatas, las habas, el centeno, el maíz, el trigo. Había suficiente para todos y ninguno se alejaba de su abrigo. Cuando murieron Francisca y Francisco, el único que estaba ausente era Ángel. Había estudiado para cura en Mondoñedo, pero él quería vivir la vida, ver mundo, y buscó trabajo en Cuba, en la industria tabaquera.

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