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Obama, ¿presidente negro o progresista?

Jorge G. Castañeda

Nadie se lo ha dicho en público, pero Barack Obama seguramente lo sabe. Afronta un dilema desgarrador, paradójico y, en el fondo, diabólico, que explica las adversidades que lo agobian hoy, dentro y fuera de su país, y que seguramente definirán el destino y el desenlace de su Gobierno. El debate suscitado en Estados Unidos por su premio Nobel de la Paz -emblemático y basado en esperanzas futuras, más que en realizaciones pasadas- lo comprueba sin ambages, al mostrar cómo lo que debiera ser motivo de orgullo para un país entero se vuelve objeto de controversia.

Obama puede ser un gran presidente progresista, o un gran presidente negro; pero no puede ser ambos. Y quiere y debe serlo.

La conjunción del racismo blanco y el conservadurismo republicano no le deja ser ambas cosas a la vez

Entendámonos: el actual ocupante de la Casa Blanca es un hombre progresista, y es afro-americano. No existe ninguna posibilidad de que se despoje de dichos atributos en su acepción más estricta. Pero en términos políticos, la alternativa es clara: no caben las dos opciones en la vida política norteamericana de hoy. Para ser un gran presidente progresista, tendría que volverse blanco; para ser un gran presidente negro, tendría que derechizarse. La elección resulta odiosa, pero por desgracia cierta.

La formulación de esta disyuntiva me vino de un seguimiento simple del debate sobre la reforma del sistema de seguridad social estadounidense del último par de meses, y en particular, de las dos semanas recién transcurridas. A partir de la rebelión -en gran parte orquestada, pero en alguna medida también espontánea- de la derecha de Estados Unidos en contra de la propuesta de Obama (aún no plenamente definida), surgió una pregunta clave. Dicha resistencia exacerbada, estridente, en ocasiones ofensiva e irreverente, ¿provenía de acendradas convicciones ideológicas, o de pasiones profundamente racistas?

Obama, Bill Clinton, los jerarcas demócratas y una parte de la comentocracia progresista de Estados Unidos, ni tarda ni perezosa, respondieron que el tema racial no tenía nada que ver. Se trataba, en las reuniones populares de agosto con legisladores, en las marchas en Washington de septiembre, en la desenfrenada oposición de ciertos medios de comunicación (sobre todo la radio y la cadena Fox), de una revuelta conservadora clásica: anti-Gobierno, anti-europea, anti-Washington, anti-"socialista": nada nuevo bajo el sol.

Pero otros editorialistas, como Frank Rich de The New York Times, y otros políticos demócratas como Jimmy Carter y la bancada afro-americana en el Congreso, menos proclives al imperativo de la corrección política, aseveraron en público lo que otros piensan en privado. Por supuesto que el racismo se halla presente en el mero centro del debate sobre la salud, dijeron, pero también en las discusiones que vienen: la reforma migratoria, la postura en Afganistán, el cambio climático. Por una sencilla razón: una parte -no toda, por supuesto- de la derecha norteamericana de base, es racista; y el racismo en Estados Unidos suele ser, ideológicamente, de derecha también.

Recordémoslo: no es así siempre, ni en todas partes. A principios y mediados de los años ochenta, el viejo electorado comunista en Francia abandonó al partido de Maurice Thorez y de Georges Marchais para votar por Le Pen; las banlieux rouges de París y Marsella le entregaron sus sufragios a un partido y a un líder racista. No dejaron de ser "de izquierda" pero se volvieron, o siempre habían sido, anti-inmigrantes, anti-árabes: en una palabra, racistas.

Obama no puede eliminar el racismo aún profundamente arraigado en la sociedad norteamericana, que es a su vez, sin duda, la menos racista de las sociedades post-industriales. Pero puede neutralizarlo, desactivarlo, moderarlo, en su caso, esterilizarlo políticamente: que los Estados y los votantes menos tolerantes sigan despreciando a los latinos, afro-americanos, asiático-americanos, pero voten por algunos candidatos de dichos orígenes étnicos, o por lo menos por uno de ellos: el propio Obama. No siempre, ni en todos lados, por cierto: en Luisiana, uno de los Estados más pobres de la Unión americana, por ejemplo, Obama obtuvo únicamente el 14% del voto blanco.

Pero no realizará jamás esa faena casi imposible si además de ser negro, propone políticas absolutamente deseables, necesarias, y sensatas, pero que contradicen los cánones más fundamentales de esa derecha. Al contrario: multiplicará las oposiciones a sus políticas y a su persona, al sumar las primeras a las segundas. Agudizará la animosidad de la derecha, por ser de izquierda; y la del racismo blanco, por ser negro. Tiene que escoger.

Conviene citar dos antecedentes, en apariencia contradictorios, pero en el fondo coincidentes. Algunos lectores recordarán cómo Bill Clinton y su esposa también lucharon por reformar (de manera menos ambiciosa que Obama) la protección social de Estados Unidos en 1993, y fueron derrotados, siendo no sólo blancos, sino centristas y oriundos de un Estado sureño. He allí la prueba, se dirá, que ni siquiera un blanco "derechizado" puede lograr mucho.

Pero conviene ubicar el tema en su contexto histórico. Los únicos presidentes demócratas desde 1964 en Estados Unidos -hace ya casi medio siglo- han sido sureños centristas, que realizaron transformaciones progresistas importantes, pero justamente por blindarse a su derecha. Lyndon Johnson, de Texas, a pesar de su debacle en Vietnam, consumó las reformas sociales más importantes de Estados Unidos desde Roosevelt; Jimmy Carter, de Georgia, promovió la política exterior norteamericana más avanzada de la historia moderna, centrada en los derechos humanos; y Bill Clinton, a pesar de sus taras personales, logró el crecimiento económico y el prestigio internacional más destacado de su país desde John Kennedy. La clave: provenían del sur, no espantaban, al principio, a la derecha, y supieron "recentrarse" el tiempo necesario para sacar adelante reformas fundamentales.

Obama no es del sur, no es blanco, y es mucho más progresista y preparado ideológicamente que Johnson, Carter o Clinton. Pero esto, que le favorece enormemente como orador y pensador, puede resultar contraproducente en materia electoral y política.

Si insiste en ser un primer mandatario progresista en lo interno -con una ambiciosa reforma de salud, migratoria, ambiental, laboral, etc.- puede lograrlo, pero sólo contra una verdadera insurrección de base de la derecha republicana, racista y conservadora, que cada día con mayor vehemencia esgrimirá argumentos -o insultos- racistas. Y ello pondrá en riesgo no sólo su propia reelección en 2012, sino la de cualquier afro-americano durante años.

A la inversa, si trata de presentarse como un presidente de centro -quizás utilizando para ello la política exterior, tradicional refugio conservador de presidentes progresistas en lo interno: Truman, Johnson y Kennedy, por ejemplo- podrá lograr que amaine la tormenta racista.

Podrá demostrar que un presidente afro-americano no es necesariamente un "radical", pero decepcionará -algunos dirán traicionará- a su base progresista. Estados Unidos, con su infinita capacidad de reinventarse y experimentar, goza hoy del lujo de plantearse este tipo de dilemas.

Obama, sin duda el mandatario más ilustrado y pensante que ha gobernado su país en décadas, padece el dilema del anverso de la medalla. Tiene que optar entre ser negro y ser progresista; por ahora, claramente ha escogido el segundo camino; apuesto que muy pronto lo descartará a favor del primero.

Jorge Castañeda, ex secretario de Relaciones Exteriores de México, es profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Nueva York.

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