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Columna
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Mi primer biquini

Vicente Molina Foix

Aún recuerdo bien mi primer biquini, no llevado por mí, aclaro para disipar confusiones, sino visto por mí a la tierna edad de siete años: al día siguiente de haber hecho solemnemente la Primera Comunión en el colegio de los Hermanos Maristas donde estudiaba. El biquini se encontraba en la playa del Postiguet, en pleno centro de Alicante, la ciudad en la que crecí, y el tiempo eran los últimos años 1950, cuando la España Negra aún lucía todo su esplendor cromático.

El biquini duró poco tiempo expuesto en la arena, encima del cuerpo de una muchacha que parecía extranjera y lo era: belga, para más información. La chica (y esto se supo más tarde) iba en coche con su familia camino de Granada, y se habían detenido en Alicante para comer y refrescarse, ella en ese biquini colocado encima de un esbelto cuerpo de adolescente. Hasta que llegó a la playa la policía municipal, avisada por una señora piadosa que, vestida con un burka español avant la lettre (espesas medias grises, falda negra, camisa morada de manga larga cerrada hasta el cuello, rebeca de lana, escapulario), se quejó del escándalo del biquini y logró no la detención, pero sí la amonestación y la fuga hacia el sur de la familia belga. Yo, que acababa de abjurar de Satanás, de sus pompas y sus obras ante el altar, no llegué entonces a calibrar ni la magnitud del pecado ni la dimensión del busto juvenil.

Varios municipios quieren impedir la entrada en recintos públicos en bañador

Con el crecimiento espectacular del turismo en la siguiente década de los 60, con el síndrome de Benidorm, que se extendió infecciosamente más allá de las costas del Levante, con la muerte del general Franco y el llamado destape en las películas y las revistas gráficas, el biquini quedó obsoleto, por frecuente, y España accedió a formas más explícitas -y universales- del bronceado integral: el topless femenino, el tanga masculino, la cala nudista para ambos sexos. Así hasta hoy en este país nuestro de extremos, más que de contrastes, donde hemos pasado en poco más de treinta años desde el siglo XIX al XXI, desde el acoso machista (físico y verbal) a la instauración de los matrimonios gay, por ejemplo. ¿Cambiará el estado de las cosas, en uno de esos movimientos de péndulo que acostumbra hacer la historia?

Dos noticias de signo distinto pero tal vez complementario me llamaron la atención el pasado verano. Según la primera, un 43% de los españoles, eran datos del diario La Razón, se manifestaba en contra de la existencia de las playas nudistas, aunque estén situadas en lugares costeros recónditos e inaccesibles por carretera (¿serían los encuestados sólo lectores de ese diario, o razonablemente más variados?). La segunda era más inesperada: varios municipios catalanes, y entre ellos el de Barcelona, gobernado por la izquierda, considera la idea de exigir en las calles un dress code que impida no ya el nudismo, sino el torso desnudo masculino de los acalorados turistas (suelen ser ingleses), así como la entrada en recintos públicos -tiendas, restaurantes, bares- en bañador y chancletas.

¿Moralidad? ¿Higiene? ¿Apoyo indirecto a los castigados sectores del textil y el calzado? Desconocemos aún cómo ha afectado a la discusión de esas normativas la difusión que EL PAÍS hizo de las ya legendarias fotos coitales de la Boquería.

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Pero luego vino, difundida por el fiable La Vanguardia, una noticia absolutamente sorprendente, incluso para los que, como yo, somos aficionados a la poesía involuntaria de los titulares de prensa, sobre todo la mexicana.

"El 88% de la población catalana tiene en su organismo restos del insecticida DDT", pudimos leer en la sección de Sociedad del citado diario. A instancias del Departamento de Salud del Gobierno catalán, un instituto de investigaciones médicas, después de meses de estudios y pruebas del máximo rigor científico a partir de la sangre aportada por 919 personas, había alcanzado esos resultados, que demostraban la presencia de diferentes compuestos químicos de alta toxicidad en el interior de las personas analizadas. "Ningún catalán está libre de alguno de los 19 compuestos tóxicos analizados", añade el informe.

Siento comunicar a mis lectores madrileños que la amenaza del DDT también les afecta, pues el instituto daba asimismo a conocer que esa carga letal que sin saberlo llevamos dentro (en su mayor parte adquirida a través de las grasas animales) se encuentra por todas las ciudades de España, y con más virulencia cuanto mayor sea el número de sus habitantes. No se especifica en el informe, al fin y al cabo sólo médico y no ético, si las materias contaminantes se transmiten a través de la piel desnuda.

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