El poder tranquilo
Los socialistas tuvieron su fiesta y su día de gloria. Un día, además, en el que Isabel Celaá dijo en el Kilometroak eso de que "Euskadi es un país que sin olvidar sus raíces tiene que abrirse al mundo". Una fórmula atenuada y sutil de señalar una tarea pendiente. Tiene que abrirse, e Isabel Celaá sabe que para eso se necesita algo más que el euskera. Se necesita, en primer lugar, salir del ensimismamiento en que vivíamos, de ese soberanismo formal que se alimentaba de desdén y de propaganda.
Es posible que esa actitud, esa altiva independencia virtual, les fuera necesaria a los nacionalistas para subrayar la diferencia, una cuestión vital desde sus presupuestos ideológicos. Euskadi no es una comunidad autónoma más, y esto debe ir sancionado no sólo por los hechos, sino por todo, incluidos los rituales y los gestos. Debe ir subrayado hasta por nuestra incapacidad para resolver nuestros propios problemas, como bien lo prueba el litigio actual sobre el blindaje del Concierto. También es esto, se trata menos de resolver un problema que de marcar la diferencia, y el principio sagrado al que recurriremos para complicarnos la vida lo buscaremos de una u otra forma en las raíces. Somos así, al margen de que esto nos reporte o no beneficio, y el mundo debe aceptar siempre nuestro ultimátum. Es posible que en esta actitud se hallen también algunas de las raíces de nuestra propensión a la violencia.
La llegada de Patxi López a la Lehendakaritza ha supuesto a este respecto un sustancial cambio de estilo. Tal vez tenga algo que ver en ello la propia personalidad de Patxi López, pero no creo que sea ajena al asunto la cultura política de quienes ahora han accedido al poder, que es diferente de la de quienes lo habían ocupado hasta ahora. Esa diferencia la verán los nacionalistas bajo los términos de lo autóctono y lo foráneo, pero lo de la autoctonía no deja de ser otro constructo ideológico y quizá sea más adecuado utilizar para el caso los términos de tradicionalismo y modernidad.
Por de pronto, Patxi López se ha iniciado con algunas aportaciones novedosas. Una de ellas es el realismo político, al abrirse a quienes nos rodean y aceptar nuestra realidad institucional. Otra afecta a su propio cargo, el de lehendakari, un cargo agobiado de sacralidad y acartonamiento que acababa devorando a quienes lo ostentaban. Pero tal vez su aportación fundamental sea el rechazo a concebir la tarea de gobierno como una tarea de sobresalto continuo, que fue tan característica de su antecesor. Acaso sea por eso que a Joseba Egibar le parezca que no gobierna y afirme que a los socialistas les interesa el poder y no gobernar. La distinción sería casi insustancial si no entrañara otra de fondo: el poder es dominio ajeno y el gobierno servicio a lo propio. Si el PNV quiere seguir marcando la diferencia entre dos comunidades, la usurpadora y la usurpada -y Egibar lo está haciendo-, sólo él será responsable de las consecuencias.
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