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Columna
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Presiones e hipocresías

A lo largo de las últimas semanas, mientras cundían los rumores acerca de cuándo y en qué términos se pronunciará el Constitucional sobre el Estatuto catalán de 2006, denunciar supuestas presiones políticas sobre el alto tribunal se ha convertido en el sonsonete de moda, en el latiguillo declarativo de este comienzo de curso. Cualquier muestra de preocupación institucional ante la aplazadísima sentencia, cualquier comentario de un cargo público sobre las graves consecuencias que tendría la anulación de aspectos claves de aquella ley orgánica, han sido interpretados desde ciertos sectores como amenazas, chantajes y coacciones tan inauditas como inadmisibles.

Naturalmente, han destacado en este ejercicio de rasgarse las vestiduras los portavoces del Partido Popular (María Dolores de Cospedal, Esteban González Pons...), así como medios y núcleos de la derecha españolista más recalcitrante (desde la Cope a Manos Limpias). Los objetivos de sus denuncias han sido el presidente Montilla, el PSC, el nacionalismo catalán en general -con especial delectación, claro está, contra el vicepresidente Carod Rovira y Esquerra Republicana-, pero también algunos ministros del Gobierno central (Francisco Caamaño, Alfredo Pérez Rubalcaba) que tuvieron la episódica osadía de defender la constitucionalidad del Estatuto mientras -paradójicamente- su compañero Manuel Chaves caía en el tópico de las "presiones intolerables". Tampoco han faltado a la cita los dos colectivos de jueces conservadores, la Asociación Profesional de la Magistratura y la Asociación Francisco de Vitoria. Es al portavoz de esta última, Marcelino Sexmero, a quien debemos el siguiente y memorable apotegma: "No es aceptable ningún tipo de presión contra un órgano de la justicia".

En democracia, las manifestaciones políticas o sociales pretenden influir en el poder judicial, ejecutivo o legislativo

Ignoro en qué país, en qué mundo vive el señor Sexmero. Pero, en democracia, la inmensa mayoría de las manifestaciones políticas o sociales -ya sean callejeras o verbales- pretenden ejercer alguna influencia sobre el poder ejecutivo o el legislativo o el judicial, y mientras se produzcan dentro de la ley, son perfectamente legítimas. Ciñéndonos a la esfera de la justicia: cuando tras un atentado terrorista la autoridad advierte que sus autores se pudrirán en la cárcel, cuando ante el caso Millet la opinión publicada reclama una condena ejemplar, ¿a alguien se le ocurre denunciar coacciones sobre el juez instructor o sobre el tribunal que juzgará en su día esos delitos?

Nuestra historia reciente ofrece ejemplos abundantes y polícromos de presiones flagrantes sobre los órganos judiciales. ¿Qué otra cosa fue la teoría de la conspiración alrededor del 11-M, propagada sin tregua por algunos medios en pleno juicio oral por la matanza de Atocha? ¿Y la concentración ciudadana de apoyo a Francisco Camps, el día de su comparecencia ante el Tribunal Superior de Justicia de Valencia por el asunto de los trajes? ¿Y el comunicado de la Comisión Internacional de Juristas en defensa del juez Baltasar Garzón, a raíz de su imputación ante el Tribunal Supremo? ¿Y aquellas manifestaciones madrileñas contra la ley de matrimonios homosexuales, apoyadas por el Partido Popular mientras dicha ley estaba -todavía está- recurrida ante el Constitucional y pendiente de sentencia?

¿Podría alguien explicarme por qué Carod amenaza y presiona cuando considera inapelable el voto del pueblo catalán por el Estatuto en junio de 2006 y, en cambio, no lo hace el presidente castellano-manchego, José María Barreda, cuando declara "inasumible" que Cataluña sea una nación? Mientras aguardo una explicación verosímil sobre ese doble rasero, no puedo sino concluir que tanta preocupación, tanto celo por preservar la independencia del Tribunal Constitucional, ocultan dosis ingentes de hipocresía y de cinismo.

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