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Columna
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El modelo y los síntomas

Josep Ramoneda

De un tiempo a esta parte ha cundido la idea de que las autoridades han perdido el control sobre La Rambla. Principal territorio de pisada de la avalancha turística, ha sufrido en los últimos años diversas mutaciones -entre ellas, cambios significativos en la propiedad y los usos de sus tiendas- que le han convertido en un desastrado espacio folclórico, lejos del papel de arteria popular de la ciudad que tuvo en el pasado. La degradación de La Rambla ha contaminado su entorno. Las fotografías que levantaban acta de la práctica de relaciones sexuales de pago en los porches del mercado de la Boqueria lo tenían todo para generar un gran impacto. No hay que ser psicoanalista para intuir los efectos sobre el imaginario de los barceloneses de la imagen de la promiscuidad sexual callejera en el templo de los productos de la tierra que llegan a nuestras mesas. En la profusión de inhibiciones, respuestas, críticas y descalificaciones que han provocado estas imágenes hay que distinguir dos cosas: la crisis de un modelo de ciudad y la visibilidad de un barrio.

En el Raval hay mucha menos conflictividad que en los barrios de inmigración masiva de las grandes ciudades europeas

En política, los cambios generacionales acostumbran a traer consigo un cambio de objetivos, de modelos e incluso de pretextos. El modelo Barcelona, que gozó de un amplio consenso social hasta finales de la década de 1990 y que puso a la ciudad en un lugar destacado en el mapa del mundo, se agotó. Probablemente, el alcalde Clos no fue consciente de ello, pero el Fórum 2004 fue el mausoleo en que se enterró solemnemente este modelo. La llegada de una nueva generación socialista al ayuntamiento, encabezada por el alcalde Hereu, tenía el sentido de crear un nuevo modelo para la ciudad sobre la base de un nuevo consenso con actores sociales que, debido a los enormes cambios que Barcelona ha vivido, en nada se parecían a los que fueron puntales del consenso anterior. El descontrol de la Rambla es un símbolo de que este objetivo no se ha alcanzado todavía. Conseguirlo requiere evidentemente coraje y riesgo, porque la idea de una ciudad mestiza y cosmopolita choca con problemas reales y obstáculos mentales. Pero, en la coyuntura del gobierno municipal actual, no hay mayor riesgo que el inmovilismo ni mayor imprudencia que el miedo.

Detrás de las imágenes de la polémica, aparece un barrio esencial de la vida barcelonesa: el Raval. Por diversas razones es un barrio muy expuesto a la visibilidad. Lo que en él ocurre adquiere siempre mayor significación e importancia. Este verano ha habido un buen ejemplo: un joven argelino fue asesinado de un navajazo. La noticia fue publicada por 95 periódicos, estuvo en todos los telediarios e incluso mereció una nota en The New York Times. Pocas semanas antes hubo un asesinato con pistola en Sants. Unos breves sueltos en la prensa barcelonesa. Los asesinos eran distintos, las víctimas y los barrios también.

El Raval ha sido siempre un lugar de paso y de entrada a Barcelona y esto le da una visibilidad añadida, como sabemos desde el mítico barrio chino. En estos momentos, cerca del 55% sus habitantes viene de la inmigración reciente. Que un barrio de estas características aguante razonablemente bien, con una conflictividad muy inferior a los barrios periféricos de inmigración masiva de las grandes ciudades europeas, es un hecho relevante que hace que muchos especialistas extranjeros estén pendientes de lo que aquí ocurre. La política municipal barcelonesa trató de dar mayor centralidad al barrio, de convertirlo en foco de atracción de toda la ciudad. En buena parte se ha conseguido. Ciertamente, las transformaciones urbanísticas no han tenido siempre los efectos deseados y se han abierto algunas líneas de fractura entre las zonas más prósperas y las zonas más degradadas. Pero éste ha sido siempre un barrio un poco canalla, y lleva en su ADN la condición de abierto, denso e intenso. Nada de lo que se cuenta estos días es nuevo en el Raval.

La cultura urbana de los barceloneses ha variado: la obsesión securitaria ronda a veces la paranoia, el impacto migratorio inquieta, la pisada del turismo está dejando una huella más fuerte de la que se esperaba. En una palabra, Barcelona necesita un nuevo modelo. Y el principal deber del alcalde Hereu, por el que será juzgada su gestión, no es poner parches, es sentar las bases y buscar los consensos necesarios para desarrollarlo, aunque tenga la resistencia de los que sueñan con una Barcelona que se parezca a Ginebra, es decir, totalmente irreconocible.

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