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El debate cubano y sus espejismos

Rafael Rojas

Quien se asome al tema cubano, en cualquiera de sus coberturas mediáticas, dentro o fuera de la isla, encontrará una polarización permanente entre "revolucionarios" y "contrarrevolucionarios", "comunistas" y "anticomunistas", "castristas" y "anticastristas", "adentro" y "afuera". Esos términos, que hasta hace poco tenían un significado discernible, asociado al funcionamiento institucional e ideológico del Gobierno y sus oposiciones, van perdiendo contacto con la realidad a principios del siglo XXI.

Fidel Castro sigue siendo un eje de lealtades y una figura que genera choques afectivos entre partidarios y críticos del socialismo cubano. La "revolución", a pesar de pertenecer al pasado, sigue actuando como un mito legitimante de ese régimen y de buena parte de la izquierda radical en el mundo. El sistema político de la isla todavía posee elementos distintivos del socialismo real de la Unión Soviética y Europa del Este. Pero ni Fidel, ni Raúl, ni la revolución, ni el comunismo son la razón fundamental de las divergencias ideológicas y políticas entre cubanos.

Los periódicos y 'blogs' polemizan sobre si el cantante Juanes debe actuar o no en La Habana
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El revanchismo es cada vez más minoritario fuera de la isla

El mayor deslinde de posiciones ante el presente y el futuro de la isla, el más real, es el que divide a quienes están de acuerdo o en desacuerdo con que una sociedad plural, como la cubana del siglo XXI, sea regida por un partido único, una economía estatalizada y una ideología "marxista-leninista". Quienes defienden y quienes rechazan ese orden institucional e ideológico no conforman bandos tan rígidamente binarios como los que presentan los medios oficiales y críticos.

Dentro de la isla, dentro, incluso, del Partido Comunista, hay una buena cantidad de cubanos que desea cambios en esos tres aspectos o, al menos, en uno o dos de ellos. La oposición y el exilio también desean esos cambios, por lo que, probablemente, una mayoría de la población cubana, políticamente activa, quiera una ampliación de los derechos económicos, civiles y políticos de la ciudadanía. Esa tensión real, entre una mayoría reformista y una minoría inmovilista, permanece oculta bajo la eficaz maquinaria de la propaganda oficial y, también, bajo la inconexa y emotiva opinión pública opositora y exiliada.

Los medios oficiales presentan a los opositores y exiliados como un sujeto homogéneo, carente de autonomía, "contrarrevolucionario" y "anticomunista", cegado por el odio a Fidel Castro y subordinado directamente al "imperialismo yanqui". Los opositores y los exiliados aparecen, en el comic interminable de Granma o Cubadebate, como "mercenarios" o "voceros" de un "imperio del mal". La demanda básica de esos opositores y exiliados y la propia condición

opositora y exiliada de los mismos queda desvirtuada, toda vez que ambos son presentados como agentes de otro poder.

Es natural que los partidarios del Gobierno cubano rechacen el término de "oficialistas" y, al mismo tiempo, nieguen la condición opositora y exiliada de sus críticos. Es natural, digo, que traten de presentar a estos últimos como oficialistas de otro poder, el del "imperio", al que ellos supuestamente se oponen. Lo que no es natural es que casi nunca recurran a la defensa abierta del partido único, la economía estatalizada y la ideología marxista-leninista, los tres mecanismos por medio de los cuales practican esa "oposición al imperio".

La condición de Estados Unidos como potencia mundial y como país hegemónico en las Américas es, desde luego, una realidad. Pero la mejor manera de contrarrestar esa hegemonía es el diseño de una economía que genere crecimiento y equidad y de una política capaz de dar cabida a las diversas corrientes ideológicas que actúan en la isla y en la diáspora. Es equivocada la idea, predominante en la izquierda autoritaria, de que mientras más democrático y pluralista es un país latinoamericano, menos soberanas se vuelven su economía y su política.

Los medios opositores y exiliados y buena parte de la opinión pública internacional también construyen estereotipos y presentan a la clase política e intelectual de la isla y a la ciudadanía insular como actores unívocos, mecánicamente controlados por Fidel, Raúl y el Gobierno de ambos. Esa falsa percepción y los discursos puristas e intransigentes que con frecuencia la acompañan obstruyen la comunicación con los sectores reformistas que, desde el interior del sistema, pugnan por una extensión de las libertades públicas.

Ahora mismo, los periódicos y blogs del exilio cubano están enfrascados en polémicas sobre si el cantante colombiano Juanes debe o no debe dar un concierto "por la paz" en la Plaza de la Revolución, sobre si la recuperación física de Fidel anuncia un regreso al poder o sobre si el viaje del canciller Rodríguez a Beijing implica, finalmente, la adopción del modelo chino. Esos temas, inevitables en una comunidad fragmentada y carente de una esfera pública común, funcionan como un espejismo que oculta el debate real: la legítima contradicción entre unos cubanos y otros por diversas maneras de organización de su sociedad en el siglo XXI.

De manera frecuente, ese punto de divergencia se transfiere a aspectos colaterales o simbólicos del conflicto, como la hegemonía de Estados Unidos en América Latina, el ascenso de las izquierdas en la región, el embargo comercial, el legado de la Revolución Cubana, el renacimiento del comunismo en Rusia o las personalidades de Fidel y Raúl Castro. Todos esos aspectos son importantes, aunque no decisivos, si el conflicto se enfoca desde una perspectiva institucional de la política.

Es innegable que la intolerancia y el revanchismo son cada vez más minoritarios fuera de la isla -en las dos principales publicaciones de la diáspora, El Nuevo Herald y Cubaencuentro, se han publicado más artículos a favor del concierto de Juanes que en contra- y que la oposición y el exilio cubanos apuestan, mayoritariamente, por una transición pacífica y pactada a la democracia. Pero todavía existen fuertes resistencias a comprender, desde la diáspora, que muchos de quienes en la isla se consideran "revolucionarios", "comunistas" y "fidelistas" también desean cambios.

El debate cubano está secuestrado por la dimensión simbólica del conflicto (moral, cultura, reconciliación, memoria, olvido, justicia, verdad, crímenes, pasado...) y poco anclado en preguntas básicas como por qué un régimen de partido único no puede ser representativo de la pluralidad social, por qué es ineficaz y dependiente una economía concentrada en el Estado, por qué es beneficioso para una sociedad que circulen diversas ideologías o por qué la permanencia de un mismo líder en el poder, por bondadoso que pueda imaginarse, genera inevitablemente políticas autoritarias.

Es cierto que esas cuestiones resultan demasiado elementales a quienes viven en democracia. Pero en un país como Cuba, donde la mayoría de la población no conoce otra forma de Gobierno que la actual, el debate debe retrotraerse a los fundamentos de la política moderna. De lo que se trata, en Cuba, es de la construcción plural de un sistema político incluyente y representativo de la heterogeneidad que caracteriza a la isla y a la diáspora. Ése es el debate que rehúyen los inmovilistas porque saben que quienes desean el cambio son mayoría.

Rafael Rojas es historiador cubano exiliado en México. Acaba de publicar El estante vacío. Literatura y política en Cuba (Anagrama).

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