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ESCALERA INTERIOR
Columna
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¡Qué gusto, Dios mío!

Almudena Grandes

El volvió en un coche, con su madre y su hija mayor. Ella, en otro, con sus padres y su otro hijo.

-Bueno, pues ya estamos otra vez aquí -exclamó él cuando dejó la última bolsa en el recibidor de la casa donde se había criado-. ¡Qué pena!, ¿verdad, mamá? Qué cortas se hacen siempre las vacaciones.

Su madre le abrazó y le besó con fuerza, salió al balcón para decirle adiós con la mano a su nieta, que se había quedado abajo por si las multas, y cuando se quedó sola, abrió los brazos y suspiró.

-¡Qué gusto, Dios mío!

Luego levantó todas las persianas, abrió todos los balcones, se quitó los zapatos, se fue a la cocina a hacerse un café de los que su nuera le tenía prohibidos, negro como el alma de Satanás, se sentó a tomárselo ante la televisión, escogió un programa de cotilleos de los que a su hijo le daban náuseas, y subió el volumen como si estuviera sorda, porque ninguno de sus nietos iba a reprochárselo.

"¡Qué guay, tron! Tenía unas ganas de volver... Ya no podía más con la peña, te lo juro"

-Bueno, pues ya estamos aquí otra vez -exclamó ella media hora después, mientras su padre sacaba la última maleta del maletero delante del portal de su casa-. ¡Las vacaciones se hacen siempre tan cortas! Qué pena.

Sus padres la saludaron con la mano desde el portal, pero ella esperó a que él se asomara a la terraza del salón antes de marcharse, sin sospechar lo que estaba diciendo su madre mientras su marido movía la mano en el aire.

-¡Qué gusto, Dios mío! ¿Sabes lo que voy a hacer ahora mismo?

-Claro que lo sé -él fue hacia ella, la abrazó-. Quedarte en bragas y en sujetador.

-No, eso después. Primero voy a bajar a la calle, voy a comprar la oreja de cerdo más grande que encuentre y voy a poner en remojo unas lentejitas…

-¡Ay, sí! -a él se le hizo la boca agua-. Ya se han acabado las ensaladas de espinacas con champiñones crudos.

-Y la pechuga de pavo para cenar. Esta noche voy a hacer una tortilla paisana con su chorizo, su jamón, sus guisantitos…

-Qué alegría. Voy a poner a Bambino para celebrarlo.

-Eso -ella se rió-. Que ya está bien de chilaut, o como se llame…

Él llegó a casa antes que su mujer, dejó el equipaje en el vestíbulo, y cuando estaba a punto de decir lo que estaba pensando, lo escuchó de los labios de su hija, que acababa de encender su superordenador con todos los cachivaches del mundo acoplados y una conexión superferolítica que la metió en Facebook en menos que se tarda en decir amén.

-¡Qué gusto, Dios mío! -porque ya no tenía que compartir un solo portátil con el resto de la familia, ni dormir con su hermano, ni esperar turno para ducharse al volver de la playa, ni ir a la playa, ni entrar en el mar con sus dos abuelas cogiéndola de la mano como si tuvieran cinco años.

Mientras tanto, su padre ya había tenido tiempo de quedar con dos amigos para ir al fútbol al día siguiente, la primera jornada en casa y con un recién ascendido, nada menos, y las cañitas de antes, y las de después, y el lunes, a trabajar, tan ricamente, él solito, en su despacho, haciendo cálculos de estructuras, que era precisamente lo que sabía hacer, y no montar sombrillas que se le volaban, ni asar chuletas que se le quemaban, ni pasear ancianos que se le cansaban, ni esperar colas de media hora en los supermercados para que su hija le echara una bronca después porque los yogures estaban a punto de caducar, y se los había pedido con fibra, no con soja, que la de la soja es mamá, a ver si te enteras…

-¡Qué gusto, Dios mío! -murmuró, y se fue a por una cerveza, para ir preparando el partido.

Desde la cocina vio pasar el coche de su mujer, que iba a tener que aparcar en la calle porque él ya había metido el suyo en el garaje. Lo del niño fue visto y no visto, porque sus amigos llegaron corriendo, uno con un balón, el otro con unos guantes de portero, y se largó con ellos sin más preámbulo que el habitual, ¡mamaaá, que me voy! Él fue el único que no dijo: ¡qué gusto, Dios mío!, pero lo sustituyó por una expresión equivalente.

-¡Qué guay, tron! Tenía unas ganas de volver… Ya no podía más con la peña, te lo juro.

La peña era su abuela paterna cogiéndole de la barbilla, ¡ay, qué guapo es mi nieto!, y su abuela materna pellizcándole los mofletes y diciendo a la otra: ¿has visto, María, qué nieto tan guapo tenemos?, y su abuelo empeñándose en que le enseñara a montar un cubo de Rubik, y su padre diciéndole: Pablo, juega con tu abuelo, y su madre diciéndole: pero, Pablo, ¿qué trabajo te cuesta jugar con el abuelo?, y su hermana diciéndole: mira que eres borde, Pablo, ¡móntale ahora mismo el cubo al abuelo!

Ella fue la última, porque abrió las maletas, aunque no las deshizo del todo, porque como mañana vuelvo a tener asistenta, y llenó el cubo de la ropa sucia, pero no puso la lavadora, porque como mañana vuelvo a tener asistenta, e hizo la lista de la compra, pero no fue al súper, porque como mañana vuelvo a tener asistenta y me quedan cinco días de vacaciones…

¿A alguien le importa que pidamos pizzas para cenar? -nadie le recordó que era endocrinóloga, y se metió en su cuarto de baño, no de ducha, abrió los grifos de su bañera, no de la ducha, se sumergió despacio en el agua, se mojó la cabeza y cuando la sacó exclamó para sí misma: ¡qué gusto, Dios mío!

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Sobre la firma

Almudena Grandes
Madrid 1960-2021. Escritora y columnista, publicó su primera novela en 1989. Desde entonces, mantuvo el contacto con los lectores a través de los libros y sus columnas de opinión. En 2018 recibió el Premio Nacional de Narrativa.

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