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Columna
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Para Obama, ¿Waterloo o Austerlitz?

No es exageración. Pero, para muchos congresistas republicanos, el debate sobre la reforma del sistema sanitario, la joya de la corona de las propuestas legislativas del presidente Barack Obama, se está planteando en términos de guerras napoleónicas. Como muestra del clima imperante en el Congreso de Washington, valga la afirmación del senador, naturalmente republicano, Jim DeMint, que predice que la reforma constituirá el Waterloo de la actual Administración. Obama se juega mucho en su intento de reformar el sistema sanitario americano, que define, con toda razón, como moralmente injusto y económicamente ruinoso.

Estados Unidos gasta en su sistema sanitario el doble que cualquier país desarrollado, —dos billones, repito billones, de dólares anuales equivalente al 17% de su PIB—, y, sin embargo, 30 millones de ciudadanos estadounidenses, en la estimación presidencial (46 millones, según otras estadísticas no oficiales), carecen de cobertura sanitaria.

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Obama se acerca a la reforma sanitaria

Obama no pretende socializar la sanidad como le acusan sus adversarios, un término completamente ajeno a la cultura estadounidense, como reconoce el propio Obama, sino promover la competencia con las actuales aseguradoras a través de la creación de una entidad, dependiente bien del Gobierno federal o de cooperativas privadas de asegurados, que haga la cobertura sanitaria accesible a todos los ciudadanos no cubiertos en la actualidad. Recuérdese que los mayores de 65 años, las familias de cuatro miembros con ingresos inferiores a 19.000 dólares anuales, los ex combatientes, los congresistas y los funcionarios federales tienen asegurada una amplia cobertura sanitaria. Pero, en su afán de conseguir la aprobación de su proyecto estrella, el presidente ha cometido dos errores tácticos, que ahora está pagando con una alarmante pérdida de popularidad de 20 puntos desde su toma de posesión (de 70 a 50) y con una mayoría (53%) que cree que sus propuestas de reforma no son lo suficientemente claras. El primer error fue anunciar la reforma en plena recesión económica cuando la mayor preocupación de los ciudadanos no era la sanidad, sino el mantenimiento de sus puestos de trabajo y el pago de sus hipotecas para evitar el desahucio. El segundo, dejar la elaboración de la legislación en manos del legislativo, escamado por el fracaso de sus antecesores, que, desde Theodore Roosevelt a principios del siglo pasado a Bill Clinton en 1994, trataron de impulsar la reforma con proyectos de ley redactados desde la Casa Blanca. El resultado: la reforma empantanada en las dos Cámaras por las discrepancias, no sólo con los republicanos, sino con los conservadores de su propio partido demócrata. Un dato que explica la polarización que provoca la propuesta en el país: el respetado senador Harry Reid, jefe de la mayoría demócrata en el Senado, que tiene que renovar su escaño en su Estado natal de Nevada en las legislativas del próximo año, va 11 puntos por detrás de su rival republicano en las encuestas, algo impensable hace sólo unos meses.

Para tratar de encarrilar el debate, Obama se dirigió en la madrugada de ayer a una sesión conjunta del Congreso, en un intento de explicar al país el alcance de sus planes y desbaratar las mentiras lanzadas sobre los mismos por los lobbies interesados en su fracaso, desde las aseguradoras a los medios de la derecha más radical. Como siempre, su retórica fue brillante. ¿Fue convincente? El tiempo lo dirá. Obama intentó despejar todas las dudas. Rechazó de plano un sistema de cobertura estatal a la europea o canadiense. No queremos, dijo, empezar de nuevo, sino reformar lo existente. Todo seguirá igual para los que en la actualidad tienen cobertura, bien individualmente o a través de sus empresas, aunque se obligará a las aseguradoras a garantizar todos los tratamientos. Se habilitarán créditos para los que no tienen cobertura. Los emigrantes ilegales no tendrán acceso al sistema y el dinero federal no se utilizará para realizar abortos. Y, lo que es más importante. No se aumentará un centavo el déficit público, ni se aumentarán los impuestos. ¿La cuadratura del círculo? No, los fondos se conseguirán mediante el ahorro y la racionalización de los programas federales existentes como Medicare y Medicaid (tercera edad y pobres).

Las espadas siguen en pie. Habrá que esperar a la reacción del pueblo americano, genéticamente celoso de su individualismo y, por tanto, receloso de cualquier intento de intromisión gubernamental en sus vidas, como reconoció el propio Obama en su discurso. Obama ha apostado fuerte. Sabe que se juega el crédito de su primer mandato. Su propuesta puede ser su Austerlitz, quizás la mayor victoria de Napoleón. Pero también su Waterloo. Lo único seguro es que, a día de hoy, el futuro de la sanidad estadounidense esta en un estado crítico.

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