"Hago la calle por necesidad"
Carecen de papeles, son madres y mantienen una familia. Son prostitutas y ejercen o ejercieron en la Boqueria. Ésta es su historia
Jennifer, Jow y Lorena se ganan la vida ofreciendo su cuerpo en las calles del Raval barcelonés. Pero lo hacen de formas muy distintas. Las dos primeras, nigerianas, prestan sus servicios en pisos. La boliviana Lorena, en cambio, no tiene reparos en practicar sexo con sus clientes en los porches de la Boqueria, un célebre mercado de productos frescos que de noche se transforma en un sórdido e improvisado prostíbulo. Las tres coinciden, sin embargo, en que sus condiciones de trabajo se han precarizado. Y constatan que esa tendencia ha degradado también las calles del casco antiguo.
"Trabajé allí cinco años. No cobraba menos de 50 euros por servicio. Pero llegaron las nigerianas y reventaron los precios. ¡Hacen una mamada por 10 euros!", se lamenta Lorena, travestida de 29 años. Lo dejó hace dos, asqueada, pero la crisis la ha vuelto a sacar a la calle. Jennifer y Jow, por su parte, se desmarcan de los robos y las escenas de sexo en las callejuelas del Raval que protagonizan algunas de sus compatriotas.
Rumanas, travestis y nigerianas conviven en el barrio sin apenas conflictos
La Administración abocó a las mujeres a la calle y ahora no ve soluciones
Las escenas de la Boqueria son el último episodio de una historia de prostitución que es tan vieja como el otrora llamado barrio chino. Si Jennifer o Lorena alzasen la vista en alguno de sus paseos nocturnos, podrían ver aún, en las fachadas de los edificios más antiguos, los rostros de sus compañeras de profesión del medievo. Estas efigies señalan los lugares que, hace siglos, servían de prostíbulos para los ciudadanos.
Las prostitutas iniciaron su éxodo a la calle cuando el franquismo decretó el cierre de las "casas de tolerancia", hace 50 años. La oferta de sexo en la vía pública no es, pues, un fenómeno nuevo. Y el escándalo que esta semana ha sacudido Barcelona es una prueba más de la incapacidad para atajarlo.
Conscientes de que están en el centro de la discusión pero no se les da voz, Jennifer y Jow explican sus razones: son madres, carecen de papeles -como sus maridos, que no pueden trabajar- y deben mantener a su familia. "Tengo que comprar pañales y comida para mi hija de ocho meses", dice Jennifer, que trabajó como limpiadora cuando llegó a España. "La gente piensa que estamos aquí por gusto. Pero no. Hago la calle por necesidad, pero querría encontrar otro trabajo", coincide su amiga Jow, que gesticula con vehemencia.
Pese al sacrificio diario, sus beneficios son escasos. Cobran 30 euros por servicio, de los que se quedan 20. Los 10 restantes son para los dueños de las habitaciones que ocupan en viejos y cochambrosos casalotes del Raval.
Jennifer y Jow comparten pisos y calle con otras chicas. No les ha resultado fácil instalarse en Robador, la calle por excelencia de la prostitución en Barcelona. Allí sobreviven prostitutas españolas, aunque la vía está dominada ahora por las rumanas. Éstas recelan de las subsaharianas y recuerdan que algunas abordan con violencia a los clientes y les hurtan la cartera. "Luego nos acusan a todas de lo mismo y cuesta más trabajar", se queja una que pasea en sujetador gris y pantalón corto por la calle. Coca-Cola en mano, Madonna (así se hace llamar) espera a que algún hombre se fije en ella. No tarda en conseguirlo.
Poco después de atender al cliente, Madonna topa con una pelea escandalosa. Tres jóvenes, también rumanas, han tratado de extorsionar a otras chicas por usar la calle. Éstas se han resistido con golpes de cinturón y tirones de pelo. El incidente despierta a los vecinos, pero acaba pronto. Madonna acaba con un golpe de hebilla en la cara.
Las disputas por el control del territorio son infrecuentes dentro de la coexistencia pacífica que rige las relaciones entre los grupos de prostitutas, a menudo en manos de proxenetas. En la Boqueria, por ejemplo, actúan las travestidas latinoamericanas. Por el paseo central de la Rambla se mueven a sus anchas las subsaharianas. Y en la acera derecha del tramo final de esta vía, cerca de la estatua de Colón y del puerto, se apostan las travestidas españolas.
Allí espera Pamela, una rara avis en el rígido mapa de la prostitución callejera. Es porteña. Vino a España por motivos muy distintos a los de Jennifer y Jow. Si las nigerianas lo hicieron por necesidad económica, la argentina llegó hace unos años "en busca de libertad". Para ella, esa libertad significa poder completar su cambio de sexo. A pesar de todo, la echaron de la discoteca donde trabajaba cuando su tratamiento hormonal se hizo evidente y lleva un año haciendo la calle. "Mi sitio natural es la Boqueria, con las sudacas. Pero prefiero estar aquí y mantener un nivel. No acepto a un cliente por menos de 50 euros", dice sonriendo y abanicándose con energía.
A sus espaldas se vislumbra una imagen insólita de la Rambla: vacía de prostitutas africanas. El dispositivo policial puesto en marcha con urgencia esta semana por el Ayuntamiento y la Generalitat para acallar las críticas las ha ahuyentado del centro. A Pamela, la policía le es indiferente: "Saben que las travestis no creamos problemas. Por eso no nos molestan".
"Es lo de siempre. La polémica salta de vez en cuando y la única reacción es sacar a la policía. No dejan de jodernos desde los Juegos del 92", tercia Margarita Carreras, que vivió los cambios de la Barcelona olímpica y ahora ayuda a las prostitutas. Fue entonces cuando el Raval inició un saneamiento que ha de culminar en los próximos años con la reforma, precisamente, del entorno de la Boqueria.
Si el franquismo desmanteló los burdeles, el Ayuntamiento socialista emprendió unas reformas criticadas por los vecinos de toda la vida y por una generación de intelectuales -Manuel Vázquez Montalbán, Terenci Moix o Maruja Torres- que tomaron el Raval como motivo de su obra.
"Han desmantelado el barrio chino. Todas las ciudades con puerto tienen su barrio rojo, pero el Ayuntamiento decidió prescindir del de Barcelona", apunta José Ángel de la Villa, dueño del bar Pastis, uno de los emblemas de la zona. Las prostitutas perdieron su hábitat, pero no desaparecieron. Ahora, su situación precarizada inflama de tanto en tanto los debates en una Barcelona que se presenta como capital de lo cool, pero que aún no sabe cómo canalizar su prostitución. El último intento fue la aprobación, en 2006, de una ordenanza de civismo que castiga el negocio del sexo en la vía pública. Ese acoso policial ha precarizado aún más su trabajo.
En la Rambla del Raval, abierta en el año 2000, conviven el moderno (y polémico) hotel Barceló Raval y los lateros (vendedores ambulantes de cerveza), drogadictos y prostitutas. Allí, bajo las luces violetas del hotel y en la plaza dedicada al cronista de esta Barcelona del cambio de milenio, Vázquez Montalbán, Jennifer y Jow no dudan: "Si tuviésemos un lugar, no trabajaríamos en la calle". De momento, nadie les ha dado otra opción.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.