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Reportaje:VICENTE FERRER

El 'dios' al que se podía tocar

Si un buen día de 1969, Vicente Ferrer no hubiese caído por Anantapur, ahora, al pequeño Elapa, nadie le conocería por su nombre. Ése precisamente era su sueño: que la gente le conociera por su nombre y no como el cegato del pueblo. Justo como les pasaba a sus amigos Made, Tipesuami o Rakavendra, los más listos del patio, ganadores de concursos de preguntas y respuestas a la manera de los quiz shows. Lo mismo les ocurre a los niños que sister Agnes estimula en la escuela de Kureru para que su parálisis cerebral sea más llevadera. Si el padre Ferrer no hubiese parado y montado su campamento en aquel lugar perdido del mundo, nadie les llamaría Vijaya, Vinay, Nivedita, Gririja o Sandya. Serían los bobos, los retrasados, los tullidos, la escoria del barrio. Ni por asomo 13 de ellos habrían acabado integrados en la escuela pública, y por supuesto, nunca, jamás, nadie les conocería por su nombre.

Aterrizaron allí con el único objetivo de salvar al mayor número de personas de la pobreza
las comadronas se encargan de los programas de nutrición. un huevo duro puede ser un acontecimiento
Ferrer y sus colaboradores montaron los servicios propios de un estado donde no existía el estado
según Anna Ferrer, su madre, su hijo moncho es blanco por fuera e indio por dentro
Vicente Ferrer era el visionario. su esposa, Anna, aporta el sentido práctico
Muchos quieren levantarle ahora estatuas. Moncho, su hijo, quiere evitarlo: 'a él no le gustaría', dice
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Como la fortuna es caprichosa y cambia los destinos de la gente por las leyes de azar, si Indira Gandhi no se hubiese empeñado en que Vicente Ferrer volviera a la India después de haber sido medio expulsado de Mumbai por enseñar a subsistir a los campesinos, hoy Anantapur, la región de Andra Pradesh más seca del país tras Rajastán, sería un desierto sin futuro. Una tierra yerma, árida, dramáticamente sedienta de agua, a expensas de dar o no dar cacahuetes dependiendo de las lluvias, y no un lugar donde hoy se cultivan mangos, bananas, naranjas, melones, tomates, judías, granadas, chiles, sapotas y cereales.

Sería un bardal sin vida y no con buenos partidos adonde algunos jóvenes de zonas periféricas acuden ahora a buscar novias dálits, de castas intocables. Hasta allí bajan mozos de Kurnool, Cuddapah o Chittoor por el mero hecho de que ellas vivan en esos pueblos donde actúa la Rural Development Trust (RDT), la Fundación Vicente Ferrer, para los españoles. Al menos estarán más sanas y tendrán buenos estudios. Quizá, con el tiempo, consigan una casa que la organización pondrá a su nombre, o una buena vaca a base de esos créditos que dan en los shangams (asociaciones de mujeres). Con eso y un poco de suerte comerán decentemente.

La providencia. Ésa es una de las palabras clave para entenderlo todo. Uno de los motores en la vida y el ánimo de este hombre que consagró su tarea a demostrar que la pobreza podía ser erradicada de la faz de la tierra. Sin hipocresías, sin dobles baremos, sin excusas. Con un paciente y eficiente desarrollo. Con una ideología propia, sencilla y contundente. La única que según él no creaba divisiones ni discusiones bizantinas: la ideología de la acción. Eso y la providencia, cosa indefinible que, según su hijo Moncho, era algo así como 50% trabajo y 50% suerte, llevó un buen día a Vicente Ferrer a Anantapur cuando todavía vestía hábito de jesuita.

Había nacido el 9 de abril de 1920 en Barcelona. Sus padres, recién llegados de Gandía, revendían alimentos en un humilde comercio. Eran cuatro hermanos. Anarquista y simpatizante del POUM, a los 16 años entró en el bando republicano. Participó en la batalla del Ebro, aunque siempre presumió de no haber disparado un solo tiro. También por aquella época, sintió la vocación espiritual. Pero cuando vio que la burocracia y la jerarquía suponían un impedimento para lo que quería hacer, abandonó.

En 1969 llegó a Anantapur acompañado de otros seis visionarios, de sus amigos incondicionales Tony y Flavia Fernández, del mítico señor Pereira y del buen Mahadeo. Y de una periodista inglesa que dejó su empleo en el Current, un diario de Mumbai, para seguirle a él: Anna Perry, se llamaba, y acabaría siendo su esposa. Aterrizaron allí con el único objetivo de salvar al mayor número posible de personas de la pobreza, la marginación y el hambre. Llamados a cambiar el mundo, al menos ese mundo.

Si después de llegar Vicente Ferrer y sus seis apóstoles se hubiesen sentido intimidados por las pintadas que les colocaban en las paredes de Emma Bungalow, la choza en la que dormían, no habrían terminado construyendo 3 hospitales, ni desarrollando 2.291 pozos y varios pantanos, ni construyendo cerca de 35.000 viviendas en la zona, ni atendiendo a enfermos de sida con un centro específico. Si se hubiesen arrugado y caído en la trampa de quienes les invitaban con esas pintadas a volver sobre sus propios pasos -"Ferrer go back"-, no hubiesen plantado más de 2,5 millones de árboles, ni creado esos 4.338 shangams de mujeres, con sus créditos, con sus programas de educación, sanidad y nutrición, con sus acciones solidarias cuando cualquiera de ellas recibe una paliza, o es repudiada, o no ve una rupia porque su marido decide que la prioridad del gasto en casa es el juego o el alcohol.

Si las acciones intimidatorias del gobernador de la región en aquella época hubiesen surtido efecto; si sus encarcelamientos sin razón, sus presiones, su odio hacia el gran misionero le hubiesen hecho rendirse, Anantapur hoy no sería Anantapur. Se habría convertido en la región fantasma que los expertos pronosticaban vacía en 50 años a partir de los setenta, sin los 4 millones de personas que la pueblan ahora, sin los 2,5 millones que en el presente se benefician de los programas que pusieron en marcha esos locos irredentos, esos quijotes sin armadura, esos soldados de la guerra pacífica que estaba llamada a comenzar.

A los insultos y amenazas respondieron con otro mensaje: "Espera un milagro". Lo escribieron en la puerta del cobertizo hecho con cañas de bambú. Y el milagro llegó.

Porque Vicente Ferrer -premio Príncipe de Asturias de la Concordia en 1998- no estaba llamado a fracasar. La providencia le había designado otras funciones: convertirse en el gran símbolo de la cooperación internacional, en un visionario empeñado en el cambio radical y la revolución silenciosa. No sólo en un santo. Poca cosa para figura tan grande. Vicente Ferrer fue, es, seguirá siendo para los suyos mucho más. Lo dice Sheeba, que le conoció de niña y hoy acompaña como traductora por todos los rincones de Anantapur, a quien por allí se pasa a contemplar su obra: "Él era el dios que podíamos ver, el dios que podíamos tocar".

¿Exageran? Según nuestra forma de ver las cosas, probablemente. Según la suya, no. No porque la mayoría se haya formado en creencias politeístas. Sino porque nunca nadie les había cambiado directamente la vida de esa forma. Así que cuando los habitantes de Anantapur hablan así de Vicente Ferrer no pronuncian palabras huecas, ni confesiones vacías. No sorprende que poco más de una semana después de su muerte, sus habitantes todavía le lloren, que si les preguntas por él, rompan con lágrimas.

Le pasa a Saimatha, enfermera en el hospital de Bathalapalli, el mayor de los tres que la fundación ha construido en la región, además de 14 clínicas rurales. Ella fue niña apadrinada, hoy vive en el campus del hospital con su familia y no puede evitar emocionarse cuando se le menciona a Ferrer. A Father, como le llaman muchos de ellos. "Primero está Jesús, luego el padre Ferrer y después mis propios padres. Él me dio otra vida. Tenemos que trabajar mucho para cumplir su ambición", comenta Saimatha.

No hay duda. La papeleta sin él al frente es dura. Pero Anna Ferrer sabe lo que tiene que hacer. Ella construyó toda esta ingente obra codo con codo con su marido, como relata en su libro Un pacto de amor (Espasa). Ferrer era el visionario. Anna ponía el sentido práctico. Él se comprometía a hacer sin pensar en los recursos. Ya saben: "Dios proveerá". Uno de sus lemas de cabecera. Luego, Anna, ayudaba a conseguirlos. La siguiente generación está asegurada. Su hijo Moncho, el segundo de un matrimonio del que también nacieron Tara y Yamuna, lo lleva en la sangre y vive completamente comprometido con el proyecto. Al fin y al cabo, él es, como dice su madre, "un coco del revés". Vino al mundo allí. Así que es blanco por fuera, indio por dentro.

Pero el de la RDT representa un trabajo sin descanso, sin meta. Tuvo un comienzo, pero no un final. Es como un ser vivo. Los Ferrer y sus colaboradores montaron un Estado donde no llegaba ni existía el propio Estado. Pero un Estado al que no mueven las ambiciones políticas ni la lucha por el poder. Ésa era la diferencia que marcaba Ferrer. Una diferencia que su hijo ha aprendido e interiorizado. Un Estado con iniciativas y experimentos pioneros en muchas cosas que después los Gobiernos aplicaban en otras partes del país.

Así lo reconocieron miembros del Gobierno en su funeral, como recuerda Sagara Murthy K., responsable de vivienda de la organización. Eso es, ni más ni menos, el proyecto de cooperación más ambicioso de la India en estos momentos. Vicente Ferrer empezó enseñando a los campesinos que debían arar y sacar provecho a sus propias tierras. Lo consiguió incluso con el beneplácito de los terratenientes que necesitaban mano de obra barata. Quedaron convencidos a base de una fascinante diplomacia, la que según sus colaboradores le había quedado intacta de su época en la Compañía de Jesús. Después, a quienes no tenían nada, les dio educación, les construyó hospitales. Luego, con esas pruebas en las manos, con resultados palpables, atacó un gran cambio de mentalidad. Una transformación radical cuyo objetivo es erradicar la desigualdad y la marginación.

Los proyectos de Educación, Ecología y de la Mujer son buena prueba. Chandra Sekhar Naidu D, encargado del programa en colegios, lo cuenta desde el principio. "Cuando empezó el proyecto, en los años setenta, lo más urgente era convencer a los dálits de que llevaran a sus hijos al colegio. El 90% de ellos no lo hacían", asegura Chandra. Pero lo más grave es la razón. "No creían que tuvieran derecho a la educación. Pensaban que eran privilegios de otras castas".

Debían comenzar paso a paso. Pueblo a pueblo, con las sandalias puestas, como Vicente Ferrer recorrió la zona. "A los tres años, convenciéndoles y dándoles incentivos como un programa de nutrición y material escolar, conseguimos que el 90% fuera al colegio. Dimos el vuelco". Pero poco después se encontraron con otro problema. "Poco después les sacaban para ponerlos a trabajar, así que la segunda fase del experimento consistió en convencerles de nuevo para que continuaran". Hoy animan a miles de niños a ir a la escuela pública y apoyan sus estudios con cuatro horas extra de clase en 1.500 centros.

La situación es más estable ahora porque otro programa de acción ha conseguido normalizar las cifras. La organización de las mujeres. Doreen Reddy E se encarga de esa auténtica revolución que consiste en darles a ellas el poder en cada pueblo mediante los shangams. Después de una acción en más de un millar de pueblos, ellas se encargan de los programas de nutrición, de repartirse créditos con arreglo a un fondo propio, de vigilar la educación y hasta la buena calidad del profesorado, de medidas sanitarias que incluyen convencer a quienes tienen dos hijos de que se sometan a una ligadura de trompas en el centro de planificación familiar que la fundación tiene en Anantapur, o simplemente, para desahogarse y contarse sus penas, para apoyarse en los problemas cotidianos y en los dramas que antes no encontraban salida puertas afuera. "Fue difícil empezar. Los hombres no querían que habláramos directamente con las mujeres, y las mujeres nos decían que habláramos de sus asuntos con los maridos", recuerda Doreen.

Pero cuando consiguieron meterse en las cocinas, todo cambió. "Poco a poco fuimos ganándonos su confianza. Convenciéndolas de que esos problemas debían compartirlos con las demás para organizarse. Ahora, la voz de una mujer sola no vale todavía nada, pero la voz de una asociación de mujeres tiene mucha fuerza", comenta Doreen.

Fue como todo, ladrillo a ladrillo. Primero actuaron en 10 pueblos del área de Kalyandrug, luego en 25, ahora van por 1.300. Para entender este gigantesco cambio de mentalidad hay que ser conscientes de lo que era la vida de una mujer intocable o perteneciente a algún grupo tribal en una aldea. Un dálit siempre ha sido lo peor de la sociedad. En las castas, los primeros son los sacerdotes, que nacieron de la cabeza de Brahma; después, los guerreros, que nacieron de los hombros; en tercer lugar, los comerciantes, que le salieron al dios del estómago, por último, están los intocables, que le cayeron de los pies. "Y de la planta de los pies brotaron las mujeres de éstos, pienso yo", dice Doreen.

Nadie se preocupaba de su alimentación, eran las últimas de la fila, así que la anemia siempre rondaba por ahí. Para qué educarlas, para qué ocuparse de su salud. En la India todavía está prohibido saber el sexo de los niños durante el embarazo. Cuando hay un parto en la familia, si es niño te colman de enhorabuenas; si es niña, recibes una especie de pésame con cara de circunstancias.

Cuando se ha roto la barrera, las mujeres han reaccionado como un ciclón. "Ahora se valen por sí mismas, discuten sus problemas, buscan soluciones", asegura la coordinadora del programa. En los pueblos llevan la voz cantante. Participan, debaten, se ocupan de las iniciativas comunes. Los hombres van valorándolas. Hablan con orgullo de sus hijas, de sus nietas, buenas estudiantes, con futuro, con formación, con agallas.

Las comadronas son las líderes. Salen de Batharapalli con sus maletines metálicos llenos de medicinas, vestidas de verde, inconfundibles, como una legión. En sus pueblos también se ocupan de distribuir los programas de nutrición. Nunca un huevo duro fue mayor acontecimiento. Los cuecen, los pelan y se los dan a cada niño, a varios ancianos de la aldea. Se los comen juntos, después de un rezo y alguna canción y antes de su papilla de cereales, provista de calcio, potasio y proteínas.

Si no fuera por esta acción, muchos niños no masticarían nada que les hiciera crecer. "Muchos, para desayunar comen arroz; para almorzar, arroz, y por la noche... más arroz". Es lo que cuenta en mitad de un día ajetreado en su clínica de Kanekal el doctor Khanan. Lo hace mientras ausculta el llanto ahogado y la mirada intensa de la pequeña Mónica. La niña está en los huesos. Su piel es un papel que envuelve la miseria del hambre. Llora, pero apenas se la escucha; suspira, pero uno duda de que tenga fuerza para absorber el aire; gime con un espasmo que le sacude el cuello. Tiene hambre. Padece hambre. Menos mal que ha caído en manos de Khanan. Nadie como él sabe tranquilizar a los visitantes. "Cuando no pueden más, los padres los traen al hospital. Aquí se quedan un mes y les aplicamos un programa de nutrición con el que se recuperan totalmente", comenta después de negar al abuelo y a los padres de la pequeña una ayuda para volver a su pueblo. "Que les ha costado mucho el viaje, me dicen...".

No es el hambre lo único que asuela Kanekal. Hay otras enfermedades. Muchas de ellas extirpadas en el primer mundo, pero todavía mortales en India: "Tuberculosis, tifus, malaria, diarrea, algo de dengue y, por supuesto, las picaduras. Todo eso es muy común. Son gente que vive y trabaja a la intemperie. En cualquier momento les puede atacar una serpiente, un escorpión, por no hablar de los perros y las abejas", asegura Khanan. Su clínica es apañada y vital. Ha supuesto un salvavidas para una zona, el noroeste de Anantapur, en la que el transporte es cuestión de vida o muerte. "Vienen en rickshaws -motocarros que han heredado el nombre de aquellos tirados por hombres- donde se montan 20 personas. Llegan también en tractores, siempre en pésimas condiciones, al borde del colapso". Menos mal que ahora han prosperado con la joya de la corona: su nueva ambulancia.

Khanan salva vidas rápido. Actúa con decisión en mitad del hacinamiento, del ruido y la aglomeración. Su lema es claro: "Curar o matar. No hay otra opción. Pero me gusta el trabajo. Me gustan los retos".

Lo mismo que Ángela Martínez Pérez, médico cooperante en Bathalapalli. Lleva nueve meses volcada en el centro de enfermos de VIH, donde se aplican tratamientos retrovirales y campañas de concienciación. "Este país necesita una campaña global sobre el VIH de manera urgente", comenta Ángela. Más en una potencia demográfica que se acerca a un porcentaje escalofriante de contagio: un 1% de la población total de 1.200 millones de habitantes. "El segundo con más incidencia del mundo después de Suráfrica", especifica la doctora. Su experiencia allí, según ella, ha sido monacal: "Disponible las 24 horas del día". Duro. Muy duro si debes comprobar que un tercio de los infectados son niños y que la enfermedad se contagia en escalada por la falta de información y costumbres ancestrales difíciles de transformar. Pero Ángela Martínez lleva consigo una dura coraza, que después de Burkina Faso y la India -donde ya ha trabajado sobre el terreno- le llevará a otro proyecto de cooperación por esos mundos. El deseo de ayudar a los demás. Se pega. Lo mismo les ocurre a las decenas de cooperantes y voluntarios llegados de toda España que trabajan en Anantapur.

Justo frente a la unidad de enfermos de VIH está enterrado Ferrer. Su tumba, ahora cubierta de tierra roja y flores, domina un descampado que es toda una metáfora de su vida. No hay nada alrededor, queda todo por hacer. Varios curiosos se acercan durante el día. Así entretienen el trabajo de los guardias que protegen el lugar. Antes de ser enterrado allí, cerca de 200.000 personas bajaron a ver el cadáver y a velarlo en Anantapur. Pero lo enterraron en Bathalapalli por varias razones. "Aquí siempre estará rodeado de gente y es un auténtico medio rural, un símbolo del entorno que él quiso transformar", comenta Moncho. Después del entierro llegan otros problemas. Muchos pueblos quieren levantarle estatuas. Moncho quiere evitarlo. "Él odiaba esas cosas. No le gustaría. Prefiero que le recuerden con fotos".

Sabe que sobre sus hombros va a recaer la continuación de la obra de sus padres. Su madre está ahí para ayudarle a fondo, para trabajar codo con codo. Pero Moncho es el futuro de la Fundación Vicente Ferrer. Un futuro que, por el momento, ha recibido una avalancha de apadrinamientos después de su muerte. Un aumento considerable que ha pasado de una media de 10 niños al día a 70, según Jordi Folgado, sobrino de Ferrer y director gerente de la institución (www.fundacionvicenteferrer.org) en Barcelona.

Eso anima a Moncho. Refuerza aún más su vocación. "Nuestro padre nunca nos forzó a nada. Al final, mi hermana Yumana y yo nos quedamos aquí por convencimiento". Aunque, una vez tomaron la decisión, Ferrer dejaba entrever lo necesaria y lo deseada que era la continuación de toda su obra generación a generación. "Nos decía que debíamos tener muchos hijos para que al menos uno quisiera hacerse cargo del trabajo", comenta mientras viajamos a uno de los confines de Anantapur.

Él, por su parte, está dispuesto a entrar por la puerta grande del futuro en la cooperación. Muchos proyectos presentes de la organización han partido de sus iniciativas. Ha fomentado el deporte, el desarrollo de cultivos ecológicos, la educación preparatoria para la formación superior. De hecho, si Moncho no hubiese decidido quedarse en la tierra que le vio nacer hace 37 años, hoy no se disputaría el mayor torneo de críquet del distrito, con más de 200 equipos; ni hubiese hecho lo posible para que el Barça montase una escuela de fútbol para niños y niñas en Bathalapalli. Tampoco se daría una beca anual a 200 niños para estudiar los dos años previos a la entrada en la universidad en los mejores colegios del país. Eso ha fomentado una competencia sana. "Muchos buscan sacar las mejores notas", asegura Chandra Sekhar Naidu D, encargado de educación.

Si Moncho hubiese decidido no volver de Londres, donde estudió Ciencias Políticas, los campesinos de la lejana Gollapi Thanda no utilizarían hoy su riego por aspersores alimentado por paneles solares para cultivar sus campos. Es el siguiente paso a la riqueza que trajo consigo el pantano impulsado allí por la RDT, una obra que ha convertido los 20,5 acres productivos del pasado en un vergel que riega 122. Pero Moncho quiso volver y quedarse. Quiso casarse, además, con Visha, la joven que conoció en una orgullosa aldea de guerreros en las montañas, cuyos padres se opusieron al matrimonio con un joven que no tenía casta. No les quedó más remedio que escaparse para juntar sus vidas. Hoy tienen dos niñas y esa historia está olvidada: "Ahora Visha dice que yo soy más popular en su familia que ella", comenta el propio Moncho.

Lo suelta mientras observamos los paisajes amplios y nada arbolados de la región. Se nubla y algún rayo de sol convierte en alfombras de verde intenso los escasos campos de arroz. Moncho suspira por la lluvia al tiempo que nos acercamos por un inmenso pantano hacia Puttaparthi, la alucinante ciudad donde reina el controvertido sacerdote Sai Baba. Es una especie de Vaticano dominada por este gurú, con aeropuerto propio al que llegan vuelos chárter con adoradores de todo el mundo. Pero las cúpulas de los palacios donde habita Sai Baba ofrecen un claro contrapunto con la obra de don Vicente.

El coche pasa de largo y sigue camino hasta que termina la carretera y hay que coger el desvío pedregoso hasta Ammagondapalyam. En ese poblado controlado por facciones maoístas muy beligerantes con el Gobierno, la fundación ha construido 70 casas. Durante el tortuoso y largo recorrido, uno no deja de preguntarse cómo fueron capaces de descargar los materiales y de convencer a los trabajadores para que llevaran a cabo la obra: "A los albañiles y a los conductores no les contábamos cómo se llegaba al pueblo. Muchos sólo fueron un día. Al siguiente dijeron que no volvían", comenta Moncho para explicar la estrategia.

En este lugar perdido donde se entrecruza la magia con las piedras, la llegada del hijo de Ferrer es un acontecimiento. Le reciben con flores y mucha ceremonia. Le quieren tocar los pies en señal de respeto, pero él los agarra de los hombros y se lo impide en perfecto telegu, la lengua de la región, su lengua madre. "Mi padre me advertía: 'Si yo hablase telegu como tú lo hablas, haría milagros". Más milagros, quería decir. Al fin y al cabo, es la especialidad de la casa. El milagro. Moncho, en eso, conoce las técnicas, las ha heredado y está decidido a aplicarlas.

Los mayores de Ammagondapalyam, ese pueblo oculto que da una sabrosísima miel en sus montes, recuerdan cuándo le vieron por primera vez: "El día que Moncho llegó al pueblo llovía. Y eso es señal de buena suerte", comenta el anciano Kullayappa. "No había electricidad, nuestras casas se derrumbaban en cuanto caía agua y se nos llenaban de bichos, no teníamos apenas nada, ni arroz. Moncho ha cambiado nuestras vidas como las cambian los dioses", comenta el hombre. Pero el hijo de Ferrer también está atento a los jóvenes. Nada más llegar a la escuela quiere saber quién es el más diestro cazando ardillas y quién estudia más, si los chicos o las chicas. La respuesta es clara: las niñas dan mejor resultado en clase.

En el camino de vuelta hacia Anantapur caen algunas gotas de agua. Moncho sonríe y desea que no pasen de largo sin dejar el campo regado. Ese campo que le quita el sueño, pero que, gracias a su padre y sus apóstoles, no es hoy el desierto que tantos temían. Ese campo en el que él, de ahora en adelante, debe seguir plantando las semillas.

El periodista Jesús Ruiz Mantilla conversa en Anantapur (India) con Moncho Ferrer, hijo del fallecido Vicente Ferrer. Fotografías de Gorka LejarcegiVídeo: G. LEJARCEGI / J.R. MANTILLA / P. CASADO

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