La Folclórica 'pop-punk'
Al guitarrista Raúl Rodríguez, los recuerdos le quiebran el ánimo en estos días. Ahora mismo, mientras rasguea las cuerdas sobre el escenario del Circo Price, se acuerda, por ejemplo, de su abuela Isabel. Es un recuerdo intenso, que le hace sonreír, pero también le coloca un nudo en la garganta. Esa irresistible implicación sentimental que le sobreviene mientras toca tiene un motivo evidente, y es que la artista a quien acompaña no es cualquiera. Se trata de su madre: Maribel Quiñones, cuando canta con él en la cocina de casa; Martirio, cuando lo hace en público. Los dos, junto al talentoso pianista Jesús Lavilla, presentan el último CD de la artista,
25 años, una recopilación que, como su nombre indica, trata de hacer un recorrido por la vida profesional de esta mujer a la que El País definió entonces, hace un cuarto de siglo, como cupletera o como tonadillera rockera posmoderna, en un intento de catalogar lo que resultaba difícilmente catalogable: una cantante que tenía la osadía de subir la copla a los escenarios del rock. Ahora todo parece fácil. Pero no lo fue.
Es cómica, dramática, no da una nota en falso, canta copla con sabor a flamenco, pero también incluye ecos del jazz
'Estoy mala' es un himno del ama de casa abrumada por el peso de la maternidad y la insatisfacción sexual
Las gafas de sol, las peinetas de dibujos geométricos y el traje folclórico le concedían un aire extravagante
"Creo, y no quisiera que sonara engreído, que a Carlos Cano y a mí se nos debe, en gran parte, la renovación de la copla"
Lo que para nosotros es una biografía profesional, para Raúl es casi la historia entera de su vida. De entre los recuerdos que le ha despertado este disco elige, para contarnos, el más antiguo, el más preciado: la imagen en la que él cree que está contenida la vida artística de su madre y la suya propia. Se trata de una noche de 1980. En Conil (Cádiz). El niño de seis años que entonces era se ha ido a la cama, pero su habitación da a la sala en la que sus padres charlan con un amigo que ha venido a proponerle algo a su madre. La puerta está entreabierta y por ella se cuelan las sombras y las voces. El niño, especialmente sensible, atento como todos los niños a cualquier acontecimiento que pueda alterar su infantil rutina, sabe que en esa sobremesa se está hablando de algo importante. La visita, un miembro de Jarcha, está explicando a la joven madre que la intención del grupo es ahondar en la música popular andaluza y que desearían que se uniera a ellos. Maribel aún no ha cantado profesionalmente, pero sí en fiestas, en reuniones, y los amigos saben de sobra que su voz es un tesoro. Pero lo que Raúl recuerda hoy, en esta primavera de recapitulación, mientras su madre baila ante sus ojos con ese balanceo tan peculiar en ella, va más allá de la proposición concreta que se le estaba haciendo a Maribel aquella noche de hace casi 30 años; lo que él me cuenta, con una franqueza en absoluto exhibicionista, es que de aquel momento le gusta rememorar el tono con que sus padres hablaban, la generosidad que percibía en ellos, en los dos, sabiendo, como debían de saber, dice el hijo, que ese "sí" de Maribel a la música podría cambiarles la vida como familia.
vaya si se la cambió. A los tres años aparece en la escena familiar Kiko Veneno, uno de los exponentes más originales, provocadores, de la música de aquellos años, y le pide a la cantante que se una al grupo Veneno para hacerle coros. Y ahí empieza esta historia. Las bodas de plata que en estos días se celebran nos remiten al 8 de marzo de 1984, Día de la Mujer Trabajadora, cuando Kiko hizo aparecer en escena por primera vez en la plaza de San Andrés de Sevilla a esa tonadillera pop bautizada como Martirio de Pasión. "A mí me la presentó Ana, mi mujer", cuenta Kiko, "las dos habían sido compañeras de clase en las Teresianas, las dos eran vivas, gamberrillas, creativas, les gustaba montarla. Yo sabía que Maribel cantaba muy bien, siempre ha tenido esa voz preciosa, y ahí nos pusimos entre unos y otros a crear el personaje. Nosotros nos sentíamos entonces compañeros del alma y no tuvimos dificultad en componer las primeras canciones de su repertorio; lo hacíamos con alegría, nos reíamos, en el salón de su casa, comiendo los pucheros de Maribel, con el niño Raúl que andaba por allí. Ana la ayudó a prepararse la primera peineta: la hicieron con el cartón de un bote de detergente y la pintaron".
A la peineta le añadieron unas gafas negras que daban el toque punk tan de la época: muchos músicos aparecían con ellas, pero en el caso de Martirio, la suma de las gafas, la peineta de dibujos geométricos y el traje folclórico le concedía un aire muy extravagante, a contracorriente de lo clásico, pero también de la propia movida. "Aun así", dice Kiko, "los modernos la aceptaron enseguida, sobre todo, el público de las salas madrileñas, de lugares como el Rock-Ola; aquella gente estaba entonces abierta a que ocurriera cualquier cosa en un escenario". No se puede dejar a un lado la dificultad que debió de suponer para ella enfrentarse a un público que, en un principio, la recibió con enorme desconcierto. Quien esto escribe trabajaba en aquellos ochenta en la radio en Málaga y fue testigo de discusiones apasionadas entre los que consideraban que Martirio ofendía a los puristas de la copla, los jóvenes que aceptaban divertidos a la folclórica punk y aquellos otros que opinaban que Martirio en un concierto pop era una gallina en corral ajeno. La comentarista musical de Canal Sur Lole Almagro recuerda aquellos tiempos: "No todo el público del pop la aceptó en un principio. Era una época muy visceral, la actitud de la gente que asistía a los conciertos era muy vehemente, no iban sólo a escuchar música, iban también a manifestarse, y Martirio provocaba manifestaciones encontradas, era algo sorprendente en un primer momento".
Aunque apenas tenía 10 años, Raúl podía percibir también la extrañeza del personaje que inventó su madre. Testigo privilegiado de toda esa época, niño criado en los ochenta y educado entre músicos, se recuerda a sí mismo sentadito en primera fila, con apenas 10 años, modernillo, con el pelo tieso y la coletilla, en aquel 8 de marzo sevillano: "Yo la miraba admirado, te puedes imaginar; aquello era para ella y para mí la realización de un sueño. Pero no hay que olvidar que en el inicio fue algo escandaloso. Había un sector muy chapado a la antigua que consideraba aquello una falta de consideración a la copla, un desafío. Yo viajé en la furgona muchas veces con los músicos, y sé que ella sufría cuando llegábamos a actuar a un sitio más clásico y se sentía cuestionada. Sin duda, los modernos la aceptaron antes que los que no toleraban que la copla se pudiera cantar de otra manera".
Este disco incluye, ya digo, una vida, o dos, la de Maribel y Raúl, porque en la trayectoria de los músicos es imposible establecer compartimentos estancos entre vida y obra: nos encontramos con las primeras coplas de cosecha Kiko-Martirio, como ese Estoy mala, que se convirtió en himno del ama de casa abrumada por el peso de la maternidad y la insatisfacción sexual. Como ocurrió con otras canciones suyas, su oído prodigioso para el habla popular hizo que algunas de las expresiones que aparecían en sus letras pasaran a ser frases de uso corriente. Aquella de "estoy mala de acostarme, / necesito una pastilla pa ponerme a funcionar" o esa otra de "informal pero arreglá" forman parte ya del discurso popular; así como las sevillanas de Las mil calorías, que compiten en gracia y talento con las de los viejos compositores y están en boca de cualquier flamenco. Pero también hay en esta recopilación tangos y canciones recogidas de ese folclor latinoamericano del que ella tanto se ha nutrido y, por supuesto, coplas de siempre, algunas cómicas, como Mi marío, y otras dramáticas, como la emblemática Ojos verdes, que popularizaron los dos padres de la copla, Miguel de Molina y Concha Piquer.
Cuando Martirio interpreta Ojos verdes en esta noche de público fervoroso en el Circo Price, quien esto escribe piensa, desde el patio de butacas, en los ojos de ella, tan verdes como los de la canción, claros, siempre brillantes, ocultos, por su fidelidad al personaje, durante 25 años. Y como si fuera un pensamiento colectivo que se transmitiera a la cantante a través de esa misteriosa comunicación que a veces se genera entre público y artista, Martirio se quita las gafas oscuras y muestra, como si fuera un regalo (lo es), lo más bonito de su rostro: "Cuánto nos gusta aquello que se nos oculta, ¿verdad?". El público aplaude, rendido.
Son esos mismos ojos de un verde agua que hace unos días me miraban intensos en una mesa del restaurante de su amiga Nina, en el corazón de Malasaña. Los ojos, el secreto de Martirio. O el secreto de Maribel, porque lo que se esconde tras las gafas no es sino una gran vulnerabilidad. No es palabrería psicologista. Maribel, como una superheroína de lo cotidiano, se vale de su disfraz para armarse de valor y transmitirle al público coraje y alegría.
-Algo hay. El disfraz me hizo sacar de mí otro yo. Martirio no tiene miedo, es valiente, echá palante, no se arredra ante nada. Yo me como mucho la cabeza, Martirio es de otra manera. Se llamó Martirio (habla en tercera persona de su personaje artístico) porque a mí siempre me ha gustado la iconografía religiosa. Martirio por los mártires, por lo que son capaces de dar hasta la propia vida, por el valor que hay que tener para salir ahí, al circo, y exhibirte. Yo he querido con este disco celebrar mis bodas de plata, volver a ese 1984 en el que nació Martirio de Pasión. Lo recuerdo como un día mágico. Creo que en el aire flotaba el deseo de la gente de que ese personaje existiera. Que saliera a escena una mujer que se atreviera a desempolvar a los clásicos; una mujer divertida, agobiada, sí, pero valiente. Yo sé que mi presencia, en un principio, era controvertida. Por fortuna, era una época de cambio, un momento de por sí rompedor, y fueron precisamente los modernos de las salas del Rock-Ola o de la Sala Universal los primeros en admitirme como artista.
-Es curioso que alguien, los puristas, pudiera pensar que te estabas burlando de la copla: tú, que prácticamente has entregado tu vida profesional a su recuperación...
-Te diré que podía entender la polémica; ahora, lo que no permití nunca es que se dudara de mi amor por la copla. Creo, y no quisiera que sonara engreído, que a Carlos Cano y a mí se nos debe, en gran parte, la renovación de la copla. Ahora vivimos una época más ecléctica, pero en aquel momento la copla seguía fuertemente asociada al franquismo. Nosotros nos afanamos en borrar los prejuicios que existían sobre aquellas canciones que tenían tanta calidad, que eran tan nuestras.
O sea, que sientes que llegaste al panorama musical en el momento idóneo.
-No quisiera entrar en la idealización de aquellos años, pero pienso que entonces los productores musicales apostaban por el talento; parecía que primaba más eso que lo que se fuera a vender. Esa actitud fue importantísima para dar a conocer a mucha gente, porque un artista no es una sola canción, un artista no se fabrica, tiene que durar en el tiempo. Tuve la suerte de encontrarme con Kiko Veneno, que ha sido una de las personas más importantes de mi vida. Siempre había escuchado mucha música, desde niña me ha rodeado un ambiente impregnado de música, pero él me amplió ese mundo y fui muy receptiva. Tendrías que ver mi casa. Tengo un gusto muy ecléctico, me gusta todo. Empecé a empaparme del rock, pero ahora escucho todo. Creo que me han influido Paco de Lucía, Concha Piquer, Miguel de Molina, Camarón, Marifé o Juana Reina, pero también Chavela Vargas, Billy Holiday o Shirley Horn, que me encanta como canta esa mujer.
-¿Hubo algún momento especial en tu juventud en el que sintieras en vivo cómo un artista llegaba al público?
-Yo eso lo sentí por primera vez viendo a Paco Toronjo cantando fandangos. Se partía cantando. Yo eso no lo había visto nunca.
-Y en casa de tus padres, en Huelva, había un ambiente propicio...
No es sólo que se escuchara música, es que mi madre tenía una voz maravillosa. Cantaba arias en casa, y yo respiré ese ambiente. Mis padres tenían los dos aficiones artísticas, pertenecían a un grupo de teatro, así que cuando yo entré ya profesionalmente en la música sentí siempre su apoyo.
el apoyo tenaz pero discreto que se le da a una hija que lo necesita desde niña. Maribel tenia sólo tres años cuando sufrió el virus de la poliomielitis. La historia de tantos niños de su generación. "Debe de ser una de las primeras imágenes de mi vida. Recuerdo que me levanté de la siesta y empecé a cojear. Así fue. De la actitud de mis padres hacia la enfermedad sólo puedo decir cosas buenas porque nunca me trataron de manera diferente por eso, no sentí que me sobreprotegieran o que mostraran algún tipo de compasión". Sería esa actitud, probablemente, la que le inoculó el coraje necesario para atravesar los difíciles años de la adolescencia sin llegar a hundirse ante esos comentarios compasivos que, con buena o mala intención, se dicen a la espalda, pero que el interesado siempre acaba escuchando. Maribel era entonces una joven de cara tan bonita, tan fresca, que (precisamente por eso), en su paso por la calle, frente a un bar, solía despertar ese tipo de reacción odiosa del hombre que le dice a otro: "Tan guapa, qué pena". Palabras que la herían de esa manera cruel en que, sobre todo, una adolescente puede sentir el juicio tosco, grosero, sobre su físico. Aún hoy, cuando hablamos del asunto, hay una voluntad tozuda en ella de que esa característica que la ha acompañado toda su vida, una leve cojera, no defina en ningún aspecto ni su carrera, ni tampoco este retrato que entre los tres, ella, Raúl y yo, estamos trazando. Así sea.
-Pero si hablamos de no mitificar aquella década, los ochenta, también deberíamos recordar lo que supuso en el mundo de la música o, simplemente, en el ambiente juvenil, la presencia de la droga, de la heroína.
-A mí no me rozó; si estaba a mi alrededor, yo no la veía. Porros, sí, pero no heroína; bien es verdad que nunca he sido una loca, siempre he tenido la cabeza en mi sitio.
en ese tener la cabeza en su sitio tal vez interviniera la presencia del niño Raúl. Como en tantas historias de madre e hijo, no es sólo la madre la que vela por la criatura. Es fácil imaginar a este joven guitarrista, que se ha ganado el respeto de sus compañeros y que se ha convertido, sin duda alguna, en un gran músico, como un crío atento a los pasos de su madre, entre el asombro y la aceptación de esa vida distinta que le tocó vivir. "Recuerdo especialmente un día en la Sala Universal, tendría unos 12 años. El concierto estaba a punto de comenzar. Yo andaba brujuleando por ahí, detrás del escenario. De pronto, me fijé en ella. Estaba sentada en el camerino, esperando el momento de salir. Con el San Pancracio colgado del espejo. Fue una sensación muy fuerte, la vi tan sola allí en su rincón. Me pareció que estaba muerta de miedo. Me dijo con un hilo de voz: 'Raúl'. Y yo me acerqué, le di un abrazo, le dije: 'Venga, mamá, ánimo'. Fue una noche complicada, porque cuando salió se le enganchó el mantón con la guitarra, el micro falló. La gente, impaciente, protestaba. Pero esa noche te aseguro que se metió al público en el bolsillo. Ahora me doy cuenta de que yo también he reproducido ese miedo. Y lo que veo en ella ahora, lo que más me gusta, es que no ha llegado a creérselo, que ahí sigue, cagándose de miedo. Hay que ser muy valiente para superar el miedo, el pudor, la vergüenza".
Pero es un miedo que no acogota. Quizá sea la puerta que todo gran artista ha de cruzar si quiere romper la barrera que le separa del público. Martirio se rompe y la rompe cuando sale a escena. Es cómica, dramática, no da una nota en falso, canta copla con sabor a flamenco, pero también incluye sorprendentes ecos del jazz y del folclor latinoamericano. Habla con el público, hace saber que hay una complicidad ganada tras 25 años de trabajo. Quiere provocar la risa y el llanto. Y en este disco puedo asegurar que lo consigue. Es el más sabio, el más sutil, de todos sus trabajos, contiene un enorme amor por la música. Fue grabado en vivo en la sala Luz de Gas, de Barcelona, y ahora se presenta por España, en este Circo Price en el que la gente se ha puesto en pie y aplaude y patalea a la flamenca para que no se vaya. "¡Aplaudamos a los jóvenes maestros!", grita la artista, y abre los brazos para que se levanten el maestro Lavilla y el maestro Rodríguez. Los dos han tenido el arte de saber acompañarla, de hacerla brillar. No todos los buenos músicos poseen esa generosidad. Hay algo emocionante en ver a la madre y al hijo cogidos de la mano, saludando. El milagro de una maternidad sin aristas.
Luego, en el camerino, está ella, Maribel, la de los ojos verdes. La que pasa desapercibida cuando va a comprar a la plaza, la que dentro de unos días se irá a su rincón de Macharaviaya, en Málaga, a tomar el sol y preparar pucheros prodigiosos para sus amigos. Hay cola para felicitarla, compañeros de oficio, fans, representantes, bulla y alegría, porque la noche ha sido especial, porque los 25 años han merecido la pena. Las palabras son pobres en estos casos. Vale más un abrazo, un beso apretado. "Si volviera a vivir estos años, si pudiera volver a vivirlos, creo que no haría las cosas de manera distinta. Le echaría a todo la misma ingenuidad, el mismo corazón".
En el otro camerino, Jesús y Raúl hacen lo propio con los amigos. Están exhaustos, aturdidos. Raúl, con el que hablé el otro día largamente sobre su madre, me abraza. Un abrazo cálido y franco, como es él. "Ufff, tantas cosas se me pasaban por la cabeza esta noche, sí, todo aquello de lo que estuvimos hablando. Tenía tan presente esta noche a mi abuela. Hubiera disfrutado tanto esta experiencia. Ya te dije, los recuerdos me acechan estos días. Siento que he tenido mucha suerte. Dejando a un lado el trauma natural de ser hijo de padres separados, que al menos en aquellos primeros ochenta era algo que aún te distinguía de los otros niños, pienso en mi infancia como un regalo. He tenido la mejor escuela, he aprendido de los mejores músicos en el mismo salón de mi casa, he viajado con ellos desde niño. Y he tenido a mi madre...".
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