Equidad y estabilidad
La financiación debe garantizar la igualdad de recursos sin lastrar a los territorios prósperos
A expensas de conocer los entresijos del nuevo sistema de financiación, el ya irreversible acercamiento de posturas entre el Gobierno, la Generalitat catalana y la Junta andaluza permite avanzar un primer diagnóstico sobre el camino recorrido y las expectativas de futuro. Cabe recordar que José Luis Rodríguez Zapatero, al ganar en 2004 sus primeras elecciones, aplazó la prometida mejora del modelo impulsado por el PP -que tanto había criticado- para no solaparla con las reformas estatutarias en curso. Resulta obvio que la negociación hubiera sido más ágil y pacífica en aquella etapa de bonanza económica que bajo la actual recesión, que diezma la recaudación del Estado y estrangula unas arcas autonómicas excesivamente supeditadas a los impuestos que gravan el ladrillo. Y ello explica, también, que el Ejecutivo haya invertido más de un año en encarrilar el acuerdo.
De los ejes del sistema hasta ahora esbozados se infiere, en todo caso, una revisión del concepto de solidaridad interterritorial emanada, en buena medida, del Estatuto que pactaron las Cortes y el Parlamento catalán. Tradicionalmente, el Estado ha compensado sus moderadas cesiones a las demandas financieras de Cataluña inyectando recursos extra para las comunidades menos dinámicas. Pero las sucesivas reformas se han basado en apaños bilaterales, cláusulas opacas que han propiciado una arbitraria evolución de los ingresos de cada territorio y una brecha creciente entre los peor y los mejor financiados: hasta 600 euros por habitante de diferencia en 2007.
En buena lógica, los objetivos de esta reforma deben ser garantizar una mayor equidad en el reparto de los recursos y resarcir a las autonomías más damnificadas por el modelo en vigor. Cataluña entre ellas, pero también -e incluso en mayor grado- Baleares, Madrid, la Comunidad Valenciana y Murcia. Todas ellas penalizadas por un sistema que no cubre el coste de los servicios que prestan a la nueva población, en su mayoría inmigrante, que han acogido en la última década. Y todas, también, motores del crecimiento económico español, pero que se podrían gripar sin la precisa lubricación financiera. La solidaridad bien entendida implica que los territorios que generen más riqueza paguen también más impuestos -cosa que seguirá sucediendo-, pero no que por ello sus administraciones dispongan de menos recursos que la media para atender a sus propios ciudadanos, como ha acontecido hasta ahora.
Junto a la aprobación unánime por parte de las 15 autonomías concernidas, lo deseable sería que, agotados los grandes traspasos competenciales, este sistema gozara de la estabilidad temporal de la que han carecido los anteriores, siempre subordinados al juego de mayorías y minorías en el Congreso. Que la negociación se haya desatascado justo cuando el PSOE requiere el apoyo de los grupos catalanes para aprobar los Presupuestos no constituye, por tanto, un presagio reconfortante.
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