_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

A Rusia con amor

No es un remake de From Russia with love (Desde Rusia con amor), la adaptación cinematográfica de la novela de Ian Fleming del mismo título sobre las andanzas del agente 007, Sean Connery, en la antigua Unión Soviética. Pero Barack Obama ha tratado de escenificar en su reciente viaje a Moscú el papel del policía bueno que trata de conseguir una normalización de relaciones con los antiguos malos, los del "imperio del mal", como los definió en su primer mandato su antecesor de la Casa Blanca, Ronald Reagan. A Rusia con amor podría haber sido el lema de su viaje. Y los rusos le han recibido con gran interés y exquisita cortesía. Siempre lo han hecho con presidentes americanos, incluso en los periodos más conflictivos de la guerra fría. ¡Faltaría más! Pero, sus argumentos en pro de la democratización del sistema, el respeto a los derechos humanos y la libertad de expresión y manifestación han hecho poca mella, no sólo en quien de verdad manda en la Federación Rusa, el nuevo zar Vladímir Putin, sino entre el ciudadano medio de la antigua URSS. Buena prueba de ello son los sondeos de los organismos demoscópicos rusos que mayoritariamente muestran una desconfianza genética de la población rusa hacia Estados Unidos y la cortés, pero fría, recepción a su discurso en la occidentalizada Nueva Escuela de Economía, donde lo único que provocó una verdadera ovación fueron los elogios dedicados por Obama al jugador ruso de hockey del Washington Capitals, Alexander Ovechkin. Un discurso, por cierto, que ninguna de las cadenas de televisión, todas en manos gubernamentales, retransmitió en directo.

Obama jugó en Moscú el papel de 'poli bueno' que intenta normalizar la relación con los 'malos'

Obama no salió de Moscú con las manos vacías. Es verdad. Consiguió algo muy importante en el plazo inmediato: permiso para que los aviones americanos que transportan tropas y armas con destino a Afganistán puedan sobrevolar el espacio aéreo ruso con el consiguiente ahorro de tiempo y dólares. Rusia no pierde nada con esta aparente cesión. Apoya sus propios intereses estratégicos entre los que no está precisamente, por razones obvias, un Afganistán en manos talibanes, que alentaría las aspiraciones separatistas de las minorías musulmanas rusas. (Recuérdese el trato ruso a los musulmanes de Chechenia). Y llegamos a lo que ha sido presentado como el gran logro del periplo ruso de Barack Obama: el tema de la reducción de armas nucleares de las dos potencias que acumulan el 90% del armamento nuclear del mundo, un tema sobre el que el presidente americano no ha improvisado. Desde su época de estudiante en la Universidad de Columbia y en sus años de senador, Obama ha expuesto en artículos y conferencias su deseo de ver un mundo libre de armas atómicas. Ya lo apuntó hace dos meses en Praga, aunque reconoció que era un sueño que, probablemente, no lo vería realizado en vida. Noble propósito compartido por todos los gobernantes y los pueblos del mundo. Salvo, de momento, por dos países, Corea del Norte e Irán, empeñados, el primero en consolidarse como potencia atómica, y el segundo, en alcanzar la capacidad nuclear.

Margaret Thatcher decía durante las conversaciones de desarme con la URSS en los ochenta que "el problema con la energía atómica es que no se podía desinventar". Corea del Norte, Irán y otros Estados que seguirían la peligrosa senda emprendida por Pyongyang y Teherán, si persisten en su empeño, parecen dar la razón a la baronesa Thatcher. Estados Unidos y Rusia han firmado un "memorando de entendimiento" (memorándum of understanding), no un acuerdo propiamente dicho, para reducir en un tercio, y en un espacio de siete años, sus cabezas nucleares y sus sistemas de lanzamiento en tierra, submarinos y bombarderos estratégicos. Es una excelente noticia, que esperemos que en ese lustro largo pueda materializarse en un tratado solemne, que sea ratificado por el Senado americano y la Duma rusa. Hay demasiados antecedentes de buenos propósitos similares fracasados principalmente por los desacuerdos entre Moscú y Washington sobre el tema de la verificación. Y, sobre todo, lo que me ha parecido poco generoso por parte del presidente estadounidense es su nula referencia a los esfuerzos similares protagonizados por sus antecesores desde Richard Nixon que firmó con el líder soviético Leónidas Breznev el primer Tratado de Limitación de Armas Estratégicas (SALT I, en su acrónimo inglés) en 1969, al que siguieron el SALT II suscrito por Jimmy Carter y Breznev en 1979, el Tratado de Fuerzas Nucleares de Alcance Medio (INF) de 1987 entre Ronald Reagan y Mijaíl Gorbachov, el primer START de julio de 1991 (Bush padre y Gorbachov) y el más ambicioso suscrito por Bush hijo y Vladímir Putin en mayo de 2002 por el que ambas potencias se comprometían a reducir sus arsenales en dos tercios.

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_