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Columna
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Federalismo

Cuando los brotes verdes sugeridos por la vicepresidenta Salgado (que así demostraba su rápido aprendizaje del idioma banqués) empiezan a cobrar visos de realidad, dada la aparente mejora del mercado laboral a lo largo del segundo trimestre, hete aquí que el horizonte autonómico vuelve a llenarse de malos presagios. Ahora resulta que el presidente Zapatero podría ser incapaz de cumplir su promesa de llegar a un acuerdo sobre la financiación territorial, anunciada para el inmediato 15 de julio durante el reciente debate sobre el estado de la nación. Lo cual tampoco tendría mucha importancia, si tenemos en cuenta que el jefe del Gobierno ha incumplido reiteradamente los sucesivos compromisos contraídos en esta materia, que según él se iba a solucionar definitivamente el pasado verano, ¿recuerdan?

Pero lo malo no es que llueva sobre mojado, pues a eso ya estamos habituados, sin que queden apenas ilusos dispuestos a confiar en las promesas presidenciales. Lo verdaderamente grave es que, si no se concluye ahora con éxito la financiación territorial, correrán grave peligro los presupuestos estatales y autonómicos del año que viene. Los Presupuestos del Estado correrán peligro porque su aprobación depende de los grupos parlamentarios catalanes, que han condicionado su voto al previo acuerdo sobre la financiación territorial. Y los presupuestos autonómicos también correrán peligro si no reciben mucha mayor financiación por parte de la Hacienda pública central, dado el ingente aumento de la demanda de protección social causado por la crisis. Por eso sería muy importante que ahora se pudiera llegar al acuerdo prometido sobre la financiación territorial, algo esencial para enfrentarse al deterioro del clima social que cabe augurar para el curso próximo, cuando vuelvan a crecer el paro y la morosidad.

¿Por qué no se puede llegar a ese acuerdo, si resulta tan necesario y decisivo? Al margen de los detalles técnicos de la negociación en curso sobre flujos de liquidez interterritorial, la clave parece residir en la paradójica naturaleza de nuestro federalismo, que no es de tipo cooperativo, como se precisaría, sino radicalmente competitivo, sometido como está al doble principio de distinción y de emulación por más antitéticos que resulten entre sí. Al principio de distinción se acogen aquellas comunidades, como la catalana, que se creen con derecho a percibir más que las demás, rechazando taxativamente el nivelador café para todos. Y al principio de emulación se acogen aquellas otras comunidades, como la andaluza, que se niegan a percibir menos que las demás, aspirando a igualarse por arriba con las de mayor nivel. El resultado es que, para poder cuadrar exigencias tan contradictorias, haría falta que el poder central hiciera un milagro. Algo parecido a lo que Josep Ramoneda ha caricaturizado en estas mismas páginas como teorema de Zapatero: que todas las comunidades perciban por encima de la media. O sea, dicho en términos de la teoría de juegos, que el pastel autonómico crezca como una burbuja hasta convertirse en un juego de suma positiva en el que todos ganan sin que nadie pierda.

Lo cual exige al Estado poner fondos presupuestarios adicionales extraídos de la Hacienda pública central para poder cuadrar las cuentas. Es el ya clásico método de transferir a las comunidades autónomas cuotas adicionales de los impuestos estatales: en 1993, el presidente González cedió a las autonomías el 15% de la cesta estatal; en 1996, el presidente Aznar subió la dosis hasta el 33% (Pacto del Majestic) y en 2006 el presidente Zapatero tuvo que volver a subirla hasta el 50% para poder acordar el nuevo Estatut catalán. Una cesión que ahora hay que generalizar a todas las autonomías añadiendo 9.000 millones de euros adicionales para poder coordinarlas entre sí.

Todo lo cual parece una subasta de sobornos con cargo al contribuyente que no contribuye demasiado a elevar el prestigio del Estado autonómico. Pero en realidad, se trata de la única forma de resolver un dilema de acción colectiva (así lo denomina la jerga especializada) como el planteado por el federalismo competitivo español. Es el célebre dilema del gorrón (o free rider) patentado en 1965 por Mancur Olson, que predice que nadie cooperará con los demás a menos que perciba una retribución suficiente: son los famosos incentivos selectivos que debe sufragar la autoridad central actuando como empresario político para hacer posible la coordinación. El problema es que, en época de crisis como la actual, la Hacienda central carece de fondos para incentivar a las partes. Y la única forma de lograrlo es hinchando aún más la burbuja de la deuda pública. ¿Cuánto aguantará ésta?

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