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62ª edición del festival de Cannes
Columna
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Sobredosis de psicodelia

Carlos Boyero

Si el festival de Cannes conociera la piedad intuiría que después de 10 días protagonizados abusivamente por el cine de autor, de temáticas enrevesadas y con vocación de trascendencia, una parte considerable de los extenuados espectadores agradeceríamos mucho que en las últimas jornadas declinara la espesura argumental y la estética vanguardista, que nos ofrecieran películas entendibles y digeribles, cositas fluidas, alguna comedia, cierto relajamiento. Pero no hay manera. Han reservado para los estertores de la sección oficial a los más psicodélicos del mercado, directores de culto (¿se dice así?) entre la modernidad y que a los cavernícolas nos pueden provocar un ataque de nervios.

El argentino Gaspar Noé cree que hace arte en sus tonterías cinematográficas
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El argentino Gaspar Noé nos castigó hace siete años en la inenarrable Irreversible con una violación de 20 minutos, una venganza minuciosa con sesos desparramados y una imaginería visual que te obligaba a quitar los ojos de la pantalla ya que utilizaba la cámara para dejarnos miopes de por vida.

En Enter the void se mantiene fiel a sus principios, la historia se desarrolla en Tokio y va de drogas, de reencarnaciones, de continuas referencias a El libro tibetano de los muertos, de viajes astrales, del cordón umbilical entre la vida y la muerte. Y admito que la diarrea mental es algo legítimo. El problema es que el permanente tripi en el que flotan los protagonistas, un camello y su hermana stripper, también pretende Noé que nos lo comamos los receptores y para mostrarnos los efectos de las sustancias químicas distorsiona las imágenes, las inunda de colores, se recrea con la certidumbre de que está haciendo arte en todas las tonterías que se le ocurren, exhibe el fatigoso muestrario lírico del colgado profesional sobre las personas y las cosas, repite varias veces las mismas secuencias por si no habíamos captado su misterio, provoca infinito mareo en la vista y en el cerebro.

Terry Gilliam anda por los 70 años pero su cine sigue manteniendo juvenil fidelidad al delirio, al caos argumental adornado con estética barroca, a las historias fantásticas habitadas por monstruos. Todo en él lleva la huella de los efectos alucinógenos, de la imaginación desbocada, del gusto por el pasote. A mí me resulta insoportable. En El imaginario del doctor Parnassus Gilliam describe el pacto con el diablo que ha establecido el propietario de una carreta de feria y su miedo al constatar que el del azufre y los cuernos se quiere apoderar del espíritu de su joven hija. A través de un espejo mágico seremos testigos de infinitos milagros maléficos. La primera vez que aparece Heath Ledger tiene el aire de una premonición. Lo hace colgado de una soga, pero luego resucita. Y esa imagen te produce un escalofrío ya que el actor que dio vida al memorable Joker de El caballero oscuro falleció de sobredosis accidental sin acabar el rodaje de El imaginario del doctor Parnassus. Es lo único que me impresiona en una película que pretende inútilmente fascinarte en cada plano.

Teniendo claro que Hollywood jamás va a filmar la bochornosa tragedia palestina, ese intolerable apartheid que sólo parece preocupar a los que lo sufren, el director palestino Elia Suleiman intenta con medios rudimentarios y un tono entre naïf y tragicómico hablar de esa impune barbarie en The time that remains, retratando en varios capítulos los padecimientos de una familia palestina desde 1947 hasta la actualidad. Funciona algún gag, hay mala leche con toque surrealista, pero también monotonía narrativa y el resultado final es desvaído. Y lamentas que los eternos perdedores no hayan encontrado todavía su poeta cinematográfico.

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