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Columna
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El viaje a ninguna parte

Enric González

Romano Prodi fue un primer ministro paciente y posibilista. No pedía mucho de sus ministros. En realidad, se conformaba con que no salieran a la calle a manifestarse contra él. Lo demás, al fin y al cabo, era secundario. ¿Que Refundación Comunista se oponía a la presencia de tropas italianas en Afganistán? Bueno. ¿Que los Verdes se oponían al tren de alta velocidad? Bueno. ¿Que los Comunistas Italianos se oponían furiosamente a la OTAN? Bueno. Bueno. Ante cualquier metedura de pata de los suyos, Prodi suspiraba y sonreía. "Son anécdotas, detalles sin trascendencia", decía.

El pobre Mortadela, como llamaban a Prodi incluso los suyos, estaba habituado a arbitrar entre contrarios. Había sido presidente de la Comisión Europea, en una época (1999-2004) en que el objetivo fundamental consistía en evitar rupturas.

El rictus facial de Montilla se parece cada vez más al de Romano Prodi, quizá porque sabe que sólo vale resistir

A Prodi, por tanto, solía bastarle con resistir. Cada día de supervivencia era una victoria, porque significaba que Silvio Berlusconi seguía en la oposición. Era necesario, para esa cotidiana victoria, ceder en lo accesorio. Es decir, ceder en cualquier cosa que no significara la caída del Gobierno. Tenía una mayoría estrechísima en el Senado y, como apuntábamos antes, su coalición funcionaba como la tropa de Pancho Villa. ¿Qué hacer? No arriesgarse. Lo más frecuente era que sus proyectos de ley quedaran muertos en el Parlamento, sin llegar a someterse a votación, para no sufrir una derrota.

Fue una época curiosa. La "coalición arco iris" de Prodi, que abarcaba desde el centro derecha de Mastella hasta la izquierda que aún creía en los soviets, era una olla de grillos sin apenas eficacia. Desde el despacho del Mortadela no se podía oír el ruido de la calle: quedaba cubierto por el ruido procedente de otros despachos, donde las luchas entre un partido y otro, y las luchas internas en cada partido, emitían un estruendo constante. La calle, por otra parte, sólo emitía un modesto murmullo. De estupor, de decepción, de resignación. ¿Dónde estaban las prometidas reformas? ¿Dónde estaba la modernización? ¿Dónde estaba la rectificación de las medidas berlusconianas? Al final, todas las preguntas de la calle se reducían a una sola: ¿vamos hacia alguna parte? La respuesta también se reducía a una sola: seguimos en el Gobierno, e Il Cavaliere sigue en su casa. Ése era el éxito.

El final de aquel Gobierno, que duró poco más de dos años, es bien conocido. Se impulsó un nuevo partido, el Partido Democrático, con la fusión de los antiguos democristianos y los antiguos comunistas, con el fin de construir un eje sólido y reducir la importancia de los llamados partitini. El alcalde de Roma, Walter Veltroni, ganó clamorosamente unas primarias y se convirtió en el obvio sucesor. Le bastaba con ganar también las inminentes elecciones anticipadas, y esa victoria estaba al alcance de la mano. En el Partido Democrático, con total sinceridad, creían que iban a imponerse. No por lo que habían hecho, que equivalía a nada, sino por lo que, con los mismos materiales de Prodi, iban a hacer en el futuro.

La catástrofe de 2008 fue apoteósica. Berlusconi regresó triunfalmente al poder, lo cual, en materia de desastres, resultaba considerable desde el punto de vista de la izquierda. Pero eso no fue, ni de lejos, lo peor. Lo peor fue que la antigua coalición prodiana, una vez fuera del poder, descubrió que no era nada, que no existía sin la victoria cotidiana de la resistencia en el poder. Y, sobre todo, que no tenía la más mínima perspectiva de retorno al Gobierno.

Eso no fue un ejemplo más de la crisis de la izquierda europea. Fue la autoaniquilación, por ineficiencia y por acumulación de meteduras de pata "intrascendentes", de todo aquello que se oponía al berlusconismo.

No hay en Cataluña (hasta donde alcanza la vista) un Berlusconi, ni un prometedor Veltroni, ni la ambición de un Partido Democrático. Y Montilla, un hombre incrustado desde siempre en el aparato socialista, no es un tecnócrata sin partido como Prodi.

Y, sin embargo, el rictus facial de Montilla se parece cada vez más al del Mortadela. Quizá porque sabe que no llegará el milagro de una financiación espléndida para Cataluña. Quizá porque, llegado este punto, sabe que sólo vale resistir. Ignoro si desde su despacho se oye el rumor de la calle o la discusión del despacho de al lado. Pero cada vez que veo su media sonrisa encajada en una expresión rígida, pienso en el ejemplo italiano. Y en aquella pregunta que flotaba en el ambiente: ¿vamos hacia alguna parte?

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