Una lúcida reconstrucción de Woodstock
Hay directores cuyas películas son inmeditamente reconocibles por un estilo visual, por dejar la misma y poderosa huella en los guiones, por temas y sentimientos que se repiten en su obra, por la creación de una atmósfera identificable. Aunque su nombre no apareciera en los títulos de créditos, lo más probable es que los espectadores que están familiarizados con su forma de expresarse y con sus obsesiones sepan quién es el autor. Con el taiwanés Ang Lee sería arduo o directamente imposible averiguarlo, ya que cada película de su filmografía parece hecha por hombres diferentes, sin dejar pistas ni evidencias de que llevan la misma firma. Y casi todas son enormemente apetecibles; tienes la sensación de que este inteligente señor siempre sabe de lo que está hablando. Su camaleonismo provoca asombro. También la credibilidad absoluta que desprenden los ambientes, personajes y sentimientos que retrata. Puede pasar con naturalidad de la comedia a la tragedia, de la fábula localista al cine de época, de la fantasía oriental a la adaptación de un cómic, del atrevimiento de filmar una historia de amor entre dos vaqueros a una pasión sadomasoquista en la guerra chino-japonesa. Es probable que él sólo se considere un artesano que aplica el lenguaje que necesita cada guión que ha decidido rodar. Yo tengo muy claro que es un artista.
En su última película, Taking Woodstock, retrocede a finales de los años sesenta para reconstruir el espíritu del festival de Woodstock, para contarnos la revolución de actitudes y comportamientos, de la forma de ver la vida, que repesentó para toda una generación aquellos días destinados a la mitificación. Ang Lee no hace valoraciones moralistas. Se limita a constatar el vitalismo, la ensoñación, la alegría, la desinhibición, el perpetuo cuelgue, el radical enfrentamiento con lo establecido de una gente que pretendía pensar, sentir, y actuar de una forma distinta.
El pretexto para describir ese colectivo estado de ánimo arranca con la tragicomedia de una hilarante familia judía que está a punto de ruina en su desvencijado motel y que ven la oportunidad de salir a flote ofreciéndole instalaciones y terrenos para que los organizadores monten un festival que se presupone va a ser caótico, en el que no sólo habrá música. El contraste entre la recelosa América profunda que convencida de que los drogados hippies van a montar en su pueblo una orgía de efectos irreparables y los 500.000 visitantes dispuestos a vivir en intenso colegueo unos días que tienen que cambiar la historia y las costumbre, está descrito con gracia de primera clase. Ang Lee utiliza paralelamente el esperpento y la comedia para retratar el esplendor de esa nueva cultura, los efectos de las drogas, la sensación de que nada volvería a ser como antes. Es una película descriptiva y narrativa, irónica y tierna, humorística y lúcida, un homenaje memorable a aquel pasote generalizado que montaron los hijos de las flores.
La película francesa Un profeta, dirigida por Jacques Audiard, se desarrolla en una cárcel y dura dos horas y media. Lo mejor que se puede decir de ella es que pasa corriendo, que te tiene en estado de hipnosis al retratar el salvaje aprendizaje de supervivencia de un chaval árabe que tiene que ponerse al servicio de la racista mafia corsa, que tendrá que montárselo entre el rechazo que sufre de la gente de su raza y la perpetua humillación que le infligen los corsos, que aprenderá no sólo a leer y escribir sino también a cómo cortar la yugular de un compañero con una hoja de afeitar que esconde en su boca. La violencia de esta película no lleva tramposos adornos sino que hace daño al espectador. También su naturalismo. Te contagia la tensión que se vive en la peor de las selvas, demuestra que allí sólo existen las relaciones de poder, te fascina y te da miedo.
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