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Columna
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La luna de miel no será eterna

A los 100 días de su desembarco en el sur de Francia, tras su fuga de Elba, Napoleón tuvo su Waterloo. No así Barack Obama, que, como todo el mundo ha podido comprobar tras analizar sus primeros 100 días en la Casa Blanca, se encuentra en estado de gracia y en plena luna de miel con el pueblo estadounidense. Salvo unas cuantas protestas procedentes de la extrema derecha del Partido Republicano, cuya intransigencia no hace sino beneficiar a Obama, -me refiero a los Cheney, Rove, Gingricht y compañía-, las encuestas demuestran que los estadounidenses siguen encantados con su presidente (70%, según el último sondeo de YouGov para The Economist la pasada semana), y, casi encantados, con sus políticas (60%). Unos porcentajes que igualan o mejoran los de Franklin Roosevelt, Lyndon Johnson y Ronald Reagan, por citar los tres presidentes que consiguieron en sus 100 primeros días la aprobación de la legislación necesaria para, en una u otra dirección, cambiar el rumbo económico y social del país.

Salvar bancos y empresas mal gestionados con el dinero de los impuestos produce alergia y rechazo

En realidad, Obama tiene más mérito que sus predecesores porque Roosevelt se enfrentó a la Gran Depresión en 1933 con un país en paz y totalmente aislacionista y Johnson promulgó su ambiciosa ley de derechos civiles en 1964 cuando Vietnam era sólo una sombra de lo que fue cuatro años después, mientras que el actual presidente se enfrenta a la peor crisis económica desde los años 30 con Estados Unidos inmerso en dos guerras y con la amenaza de un desmoronamiento de las estructuras de poder en un Pakistán nuclear.

Establecida la validez de la premisa, la pregunta es obvia. ¿Cuánto durará esa luna de miel? Es arriesgado hacer pronósticos con una situación tan volátil como la actual, tanto en el plano doméstico como en el exterior. Pero sí se pueden hacer algunas observaciones a la vista de las reacciones registradas en las últimas semanas sobre diversas actuaciones de la Administración. Decía antes que los estadounidenses se encuentran encantados con la figura de Obama como presidente y casi encantados con sus políticas, empezando por las económicas. Los ciudadanos saben que el ambicioso plan de estímulo por valor de 789.000 millones de dólares (593.000 millones de euros) era indispensable para intentar reflotar el sistema financiero y salvar la industria automovilística. Pero no les gusta. Como les produce mareos el presupuesto para 2010 de 3,6 billones de dólares enviado al Congreso. No sólo no les gusta, sino que, en un país donde la principal preocupación ciudadana es saber qué hace el Gobierno con sus impuestos, el salvar bancos y empresas mal gestionadas con su dinero les produce una combinación de alergia y rechazo.

Esta preocupación por el destino de sus impuestos es algo genético en el ciudadano estadounidense. Por eso, el 14 de abril, día en que termina el plazo para presentar la declaración de la renta, unas 600.000 personas se manifestaron en 850 localidades de EE UU a favor unos impuestos bajos y un menor gasto público, en una reedición del famoso Boston tea party, cuando el 16 de diciembre de 1773 los bostonianos se negaron a pagar el impuesto sobre el té decretado por Londres para las colonias americanas y lanzaron al agua el cargamento de tres mercantes fondeados en la capital de Massachusetts. El argumento, no taxation without representation (sin representación [en el Parlamento británico], no se pagan impuestos), desempeñó un papel relevante en la sublevación de las 13 colonias contra el dominio británico. Londres ordenó el cierre del puerto de Boston en 1774 y un año después, el 19 de abril de 1775, se libraba la primera escaramuza en Lexington de lo que luego se conocería como guerra revolucionaria o de independencia.

El 4 de julio, día de la independencia, están programados nuevos tea parties a lo largo y ancho del país, actos que, aunque organizados por asociaciones vinculadas al Partido Republicano, no dejan de tener atractivo para el ciudadano medio por las causas apuntadas. Sin quitarle un ápice a los méritos de Obama, sin duda uno de los presidentes más cultos y carismáticos del país, a lo que hay que añadir su relevancia histórica como primer afroamericano en ocupar la Casa Blanca, el 44º presidente tiene la suerte de gobernar al inicio de su mandato con un Partido Republicano sin líder y totalmente desarbolado y con un Congreso, de mayoría demócrata, pero cuya popularidad con la ciudadanía apenas rebasa el 20%, según el mismo sondeo. Un plus para Obama que puede apelar directamente a los ciudadanos, como antes hicieron Roosevelt y Reagan, si sus proyectos legislativos se atascan en las Cámaras. Tiempo habrá para explicar por qué una mayoría parlamentaria demócrata no le garantiza la aprobación de su ambicioso proyecto legislativo.

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