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"Echaré de menos esto. Es mi vida"

El campamento -siete tiendas para dormir y una como salón cocina- está plantado sobre el césped en mitad de la plaza de Azca. Pasan juntos el día y se turnan por las noches con el uniforme puesto, carteles y la música que sale de un ordenador. Llevan casi dos semanas acampados, con la plaza llena de la basura que se han negado a recoger (y que a veces ellos mismos esparcen) y la hierba que ya no cortan creciendo sin parar. Son electricistas, fontaneros, jardineros, vigilantes de seguridad, albañiles, administrativos, personal de limpieza y conductores. El mayor tiene 63 años. El más joven, 43. Casi todos llevan cerca de 30 al cuidado de tres plantas de túneles y de la superficie por un sueldo de 1.200 a 1.800 euros netos al mes. Lo conocen, aseguran, como la palma de su mano.

"Ese cedro lo he visto crecer yo". Miguel Doblas es el jardinero veterano con 59 años. Pasea para enseñar el que llama "mi jardín". Él plantó los olivos, se sube a la máquina para podarlos, da consejos sobre plantas a los vecinos. En mitad del recorrido, un hombre que pasea a su perro le echa en cara la suciedad, las pérdidas de los comerciantes de la zona, el mal estado de las plantas. "¿Tú crees que a mí no me duele?", responde Doblas muy irritado. "Pero es que nos echan a la calle".

Los 22 de Con-Azca 2 están integrados en una asociación financiada casi a medias por 60 empresas de la zona y el Ayuntamiento de Madrid, que paga el 48%. Firmaron el primer convenio hace 30 años. Expiró en 1997 y firmaron otro para mantener el servicio que acaba el 4 de junio. El Ayuntamiento dice que no habrá prórrogas. "Azca es la única zona privada de uso público de la que no se encargan los servicios municipales", explica una portavoz del Consistorio. Sus técnicos ya han empezado a visitar las instalaciones que esperan heredar pronto. Las empresas tampoco van a salvarles el cuello. "Lo veo negro", explica el presidente de Con-Azca 2, Juan Castiforte. "Se van a quedar sin trabajo salvo que el Ayuntamiento los asuma o nos permita firmar un nuevo convenio", añade. La respuesta municipal a ambas cuestiones es un no.

Pinta feo, sí. Pero siguen acampados a la espera de una noticia. A la una de la tarde, ya con el olor al chorizo de la comida, toca asamblea. Se sientan alrededor de la mesa azul. Discuten si levantan el chiringuito o se quedan hasta que llegue la carta de despido. Si acuden a Magistratura a exigir al Ayuntamiento se subrogue en las obligaciones de la empresa y pasar a ser así empleados municipales. Si le piden cuentas a la empresa después de que la Comunidad les negara el Expediente de Regulación de Empleo que presentaron.

En el ordenador, flojito, se oye una versión rock del Himno de la alegría. Sentada de espaldas a la asamblea, Pilar, la mujer de Miguel el jardinero, lee el periódico. Está preocupada. "No consigo que desconecte", asegura. Su marido, como el Abuelo, tiene el futuro casi resuelto pase lo que pase. Indemnización en el peor de los casos, un par de años de paro y jubilación. "Miguel es de los mayores pero, ¿qué pasa con los que tienen 10 años por delante de trabajo?".

"Propongo que les demos un mayo calentito, con más ruido", pide Tino, Florentino Acosta. Electricista, de 47 años y 31 supervisando Azca. Durante la huelga, es el cocinero. "Un artista", dicen sus compañeros. Y pieza clave. Porque, como dice otro, ya no están los cuerpos para aguantar a base de hamburguesas. Hoy ha previsto patatas revolconas, un plato extremeño con pimentón y chorizo, de ahí el olor. De segundo, muslos de pollo a la brasa. Usan una barbacoa que llena el jardín de humo.

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Florentino es uno de los jóvenes del grupo, con dos hijas, un sueldo de 1.440 euros que está a punto de perder y ni idea de dónde va a buscar trabajo. Como José Luis Hernández, que entró de "chico para todo" hace dos décadas y ha cumplido 44 años como pintor, servicio de limpieza, ayudante de albañilería y lo que le echen. No sabe qué hará si le echan. "¿Cursillos? ¿Oposiciones? ¿Dónde buscas con lo mal que está el patio?". A las espaldas "un pedazo de hipoteca" (le quedan 60.000 euros por pagar), mujer e hijo. "Echaré de menos esto, es mi vida", suelta. Junta los dedos pulgar e índice y añade: "Me queda este poquito de esperanza".

Al gerente, Juan Vicente Ortega, ya no le queda ni una pizca. Se acerca cada día a la hora de comer. Con chaqueta y corbata. Directo de la oficina. No puede hacer huelga. Está en medio. Pero la apoya. "¿Cómo no la voy a apoyar, si soy el primero en la lista de despidos?". También está al borde de la jubilación. Pero le gusta la empresa. Y los trabajadores. Esos que le llaman de usted o con un "don" delante antes de servirle el plato.

Y mientras comen, hablan de política, de la partida de tute de la noche anterior y de lo poco que van a dormir como se vuelquen con las cartas y algún que otro whisky. Por un rato olvidan que están a las puertas del paro. En la sobremesa del campamento, con el café humeante, no se habla de trabajo.

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