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La nueva Casa Blanca
Columna
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Reivindicación de la política

Lluís Bassets

Acción y acción ahora. Eso son los cien días. Todo lo contrario de la ceguera voluntaria, del negacionismo y del quietismo que han caracterizado a muchos Gobiernos en el momento en que estalla la crisis. Exigirse un balance en apenas tres meses y medio es impugnar a esos pobres gobernantes que no quieren ver lo que se les viene encima, lo rechazan cuando ya es una evidencia y se quedan hipnotizados como el ratón ante la serpiente pitón cuando debieran revolverse y combatir sin respiro. Herbert Hoover, presidente de los Estados Unidos desde 1929 hasta 1933 ha quedado castigado en un rincón de la historia porque no supo cómo hincarle el diente al crash del 29, al igual que Franklin Delano Roosevelt, su sucesor, ha pasado a los anales porque recogió la economía de su país cuando yacía desfalleciente y en cien días, desde su toma de posesión el 4 de marzo de 1933 hasta el 16 de junio de 1933, arrancó del Congreso una quincena de leyes que cambiaron la faz de su país y luego se fue en su velero de vacaciones. Inventó el New Deal para recuperar la economía americana y estableció a la vez la pauta para medir la acción de los gobernantes.

Ni siquiera su reverencia excesiva ante el rey de Arabia Saudí ha frenado la marcha de Obama

Obama y su equipo empezaron a estudiar a fondo la transición presidencial de 1933 entre Hoover y Roosevelt mucho antes del hundimiento de la banca financiera de Wall Street, el pasado 15 de septiembre fatídico. Todavía no podían imaginar hasta qué punto Roosevelt iba a ser una referencia central para la presidencia que querían conquistar. La recesión mundial ha hecho el resto del trabajo. El listón ha quedado muy alto, y no tan sólo por Roosevelt, sino por el desfile de sombras que ya empieza a juzgar a este joven presidente. Abraham Lincoln, para la culminación de la emancipación afroamericana: hecho, lo dicen las mismas encuestas. John F. Kennedy, para la resurrección de Camelot, el mito de una corte política democrática llena de magia y esperanza: también, basta ver el flujo de imágenes y palabras de Obama que circula por la medioesfera mundial. Ronald Reagan, para el presidente como actor con el que se identifican los ciudadanos por encima de los partidos: verde todavía, a pesar del último tránsfuga republicano, el senador Arlen Specter, que deja a la derecha sin guillotina parlamentaria para obstaculizar la legislación de Obama.

Si el listón está alto es porque la ambición desplegada es inmensa. Es también muy intenso el impulso, con la tracción de un electorado entusiasta, joven y multirracial, moderno y emergente. De ahí que las posibilidades de decepción sean también enormes. Dada la precariedad de un balance tan prematuro, se puede decir que lo mejor de estos cien días ha sido que Obama ha sido quien ha marcado la agenda (exhaustiva), el ritmo (vivo, trepidante) y las prioridades (señaladas ya en campaña, pero acentuadas por su visión pragmática de la acción política), a pesar de que no han faltado las iniciativas de enemigos y adversarios, ni los percances y acontecimientos con suficiente cuajo como para torcer su rumbo: el último, esta gripe porcina de evolución tan indeterminada como preocupante. La economía norteamericana ha caído en un 6,8% durante estos cien días, según cifras publicadas ayer mismo. El paro se ha incrementado en dos millones de personas. Siguen las dos guerras abiertas por Bush, con una evolución inquietante en Irak y nefasta en Afganistán y Pakistán. No faltan tampoco los gestos de desafío de enemigos y adversarios, primero aprovechando el cambio de guardia presidencial, y después en respuesta a la mano tendida: China acaba de realizar una exhibición de su poderío naval; el ministro de Exteriores israelí, Liebermann, descalifica el plan de paz norteamericano; Ahmadineyad aprovecha la conferencia de Ginebra sobre racismo para retar de nuevo a Washington; los piratas somalíes incrementan y amplían su actividad contra la navegación marítima en el Pérsico y el Índico.

Pero nada, ni siquiera un gesto desgraciado de reverencia excesiva ante el rey Abdulá de Arabia Saudí ha podido frenar hasta ahora su marcha. Es un presidente que actúa y lo hace a toda velocidad. Escucha y habla. Pero también preside y decide. Suya es, entera, la decisión polémica de publicar los memorandos sobre la tortura. La lista es larga y sustanciosa, desde la intervención en la economía y los paquetes de estímulo hasta la apertura diplomática que arrumba el esquema militarista de la anterior Administración. Un político es un hombre de acción, pero sus palabras son también acciones: desde la prohibición de la tortura y el cierre de Guantánamo hasta su declaración de que EE UU no está en guerra con el islam, todo cuenta en un balance que no debe complacer a todos. Para la derecha americana es un presidente que dilapida el dinero de los contribuyentes y se humilla ante sus enemigos. Pero si los cien días son una reivindicación de la acción política en el momento de su mayor desprestigio, entonces Obama ha saltado el listón, sobradamente. No todos pueden decir lo mismo, ni siquiera mil días después.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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