El Madrid en el que me gustaría vivir
Tenía que ser Pío Baroja, ese vasco recriado en Madrid, el que viniera en mi auxilio a la hora de intentar hacer un retrato contemporáneo y a la vez necesariamente nostálgico de la huella que han ido dejando en Madrid sus distintas literaturas. "El pasado no es mejor que el presente, pero está iluminado por una luz sugestiva y crepuscular que es tan poética como distinta de la cruda y amarga claridad que tiene el presente", escribió don Pío en Las noches del Buen Retiro.
No es mal oficio el de la fotografía para indagar en la memoria, en ese "laberinto de memorias" que es Madrid, como le gusta decir a Publio López Mondéjar, comisario de este proyecto -libro y exposición- que ha sabido armonizar, como sólo él puede hacerlo, los elementos que lo integran y dotarlo de un referente histórico y visual sobre el que trabajar, incorporando fotografías antiguas que vienen a mostrarnos cómo fueron muchos de los lugares que hoy son necesariamente otros o que ya ni tan siquiera son, "abolidos por la rotación implacable del tiempo", en palabras del mismo Publio.
Pero, si no son precisamente lecturas lo que falta a quien quiera ver la capital a través de los ojos de los escritores, ha sido uno, y de primera, el que ha venido a aportar un texto que ponía suelo bajo nuestros pies. José Manuel Caballero Bonald ha escrito un verdadero tratado de historia de la literatura madrileña, filtrado por la sensibilidad de un gran poeta que, como diría Antonio Machado, sabe distinguir siempre las voces de los ecos.
Abrumado por la responsabilidad de no defraudar a tan inmerecidos compañeros de viaje, durante no pocos meses, cámara en mano, he salido día tras día de mi casa, situada en el centro geométrico de este "laberinto", convencido, como decía Arturo Barea, de que Madrid huele a sol por las mañanas.
Podría comenzar por un reducto de paz, el jardín de la casa que habitó (y cantó) Lope de Vega. O por el umbrío zaguán del convento donde fueron a "perderse" (algo también muy madrileño) los restos de Miguel de Cervantes; al fin y al cabo tampoco nadie parece acordarse de la más reciente tumba de Baroja, en el cementerio civil. En las tapias de otro cementerio y en alguna fachada aún herida por las balas nos esperan los ecos de la guerra y la oscura posguerra. Casas como la de Menéndez Pidal, que salvada milagrosamente de la piqueta del progreso, simboliza ese exilio interior que le llevó a refugiarse entre olivos para escribir el romancero y lamentar "¡tanta gente valiosa eliminada!". En Madrid, salvo éste de Chamartín, ya no quedan olivares.
Cansinos, Azorín, Benet, Llamazares, Galdós, Sender, García Hortelano, Muñoz Molina, Sánchez Ostiz, Corpus Bargas... Y Ramón (con el nombre basta, ¿hay algo más madrileño?), y tantos otros que guiaron mis pasos por un Madrid religioso y profano -el uno sin el otro no se entiende, nos enseñó Caro Baroja-. Un Madrid de cafés en el que cada vez quedan menos, aunque nos esperan algunas sorpresas, como La Mallorquina, que fue un centro de cultura, una academia, para Araújo-Costa. Un Madrid menesteroso en sus barrios más humildes y que a la vez era Nueva York en la Gran Vía, a los ojos del ruso Ilya Ehrenburg.
"La embriaguez se apodera de quien ha caminado largo tiempo por las calles sin ninguna meta", escribió Walter Benjamin para cualquier ciudad. Bien sabía este alemán que "la calle sigue siendo siempre el tiempo de una infancia".
"Es evidente que la literatura relacionada con Madrid viene a mostrarnos, aun sin proponérselo, un acabado mapa de algunas de las más ilustrativas interioridades de la capital de España", ha escrito Caballero Bonald. Ojalá estas imágenes, que acaso reflejan más que el Madrid en el que he vivido, el Madrid en el que me gustaría vivir, puedan ayudar a completar también ese mapa que no es otro que el que cada uno confeccionamos con nuestros propios sueños.
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