La dimensión desconocida
Desde diciembre la política catalana ha vivido meses de modorra y pesimismo, con la financiación autonómica encallada en un diálogo de sordos, y con el malestar convertido en el morboso discurso de la decadencia que tan bien fluye en las páginas de los periódicos, sobre todo cuando gobiernan los otros. De pronto, parece como si debiera ocurrir algo. Zapatero, con el cambio de gobierno, ha reconocido de hecho un triple fracaso: en la gestión de la crisis, por su obsesión en negar lo evidente; en la constitución de una mayoría parlamentaria estable, tan necesaria siempre, pero especialmente en los tiempos que corren; en la política autonómica, porque la España plural no era una opción estratégica, sino una simple consigna electoral, y se ha producido un verdadero atasco de problemas irresueltos.
La incapacidad de consenso con las naciones periféricas dará paso a una dimensión desconocida de riesgos para todos
Sin grandes alharacas, la estrategia de Rajoy de dejar que la crisis consuma al Gobierno a fuego lento empieza a funcionar y las encuestas lo notan. Y el nuevo Gobierno vasco es un envite de tal envergadura que puede, por sí solo, desestabilizar al Gobierno de Zapatero en cualquier momento. Es realmente de alto riesgo confiar el propio destino a la buena voluntad del principal adversario. Y en Cataluña es momento de especial debilidad de los dos partidos menores del tripartito y de dificultad del PSC de salir de su cada vez más manifiesta condición de partido sin atributos precisos. La gestión de Saura al frente de Interior ha llevado una crisis larvada pero latente a Iniciativa, siempre con un pie en la calle y otro en el Gobierno. Esquerra Republicana vive momentos convulsos que no es seguro que la renuncia de Carod resuelva. No se puede obviar que Carod ha sido quien ha dado a Esquerra el discurso y el relato que le ha permitido salir del rincón. Los partidos que se guían por un programa de máximos -la independencia, en este caso- siempre tienen dificultades para encontrar el justo equilibrio entre los principios y las exigencias que el principio de realidad impone al que gobierna.
En este contexto, Zapatero envía ahora a sus emisarios a intentar recomponer la situación. ¿De qué se trata? ¿De completar el giro antiautonomista que viene llevando a cabo por dejación de sus compromisos y de sus responsabilidades? Podría ser. Para algunos el pacto PSOE-PP en el País Vasco es un signo inequívoco de ello. En cualquier caso, es indudable que Zapatero no tenía una idea clara de lo que entendía por España plural y que ha ido dando pasos atrás con cada presión que el PP le ha hecho. Pero también es indudable que es presidente, en buena parte, gracias a Cataluña. Y que aquí se juega su futuro. ¿Cabe, por tanto, la hipótesis de que Zapatero busque una solución aceptable para el Gobierno y la opinión pública catalana? Sí, pero es posible que venga con un carrusel de soluciones poco claras y de mucho pasteleo: te doy por aquí -infraestructuras, por ejemplo- lo que no te reconozco por allá -el fuero estatutario.
¿Es posible seguir por este camino? ¿Tenemos que asumir que no hay otra forma para evitar el riesgo de entrar en una dimensión desconocida? ¿O podemos entrar en una fase más seria de claridad y reconocimiento mutuo? Con Felipe González y con José María Aznar se podía estar o no de acuerdo, pero se sabía adónde iban. Aznar decidió cerrar el Estado de las autonomías, con todas las consecuencias. Felipe González lo tuvo siempre bajo control, pero con cierta lealtad y sentido de Estado. Los que estuvieron en el asunto saben perfectamente cómo se movió para que la ley de normalización lingüística pasara el cedazo del Constitucional. Con Zapatero, en cambio, cunde la sensación de que en el fondo espera que los demás le hagan el trabajo sucio.
Fue la alternancia en Cataluña, después de los años duros del PP, lo que puso en evidencia las costuras del Estado de las autonomías. En el fondo, era un pacto de reparto del poder pensado para que los nacionalistas moderados gobernaran siempre en el País Vasco y en Cataluña, apoyando al Gobierno español de turno. Así se consolidaban unos espacios de intereses que garantizaba el statu quo. Ibarretxe rompió el equilibrio con el pacto de Estella y la alternancia cambió el esquema en Cataluña. Zapatero, que no ha sabido convertir la España plural en proyecto político, querría ahora volver al orden de los felices tiempos del pujolismo. Pero las personas no son las mismas y la sociedad ha cambiado. CiU ha ido muy lejos con el discurso soberanista. Y no sólo por estrategia electoral, sino porque hay una generación nacionalista que tiene la sensación de que las posibilidades de avanzar en el Estado autonómico se han agotado y que hay que empezar a pensar el futuro de Cataluña de otra manera. Si a ello sumamos que Mas no tiene la autoridad de Pujol para hacer tragar cualquier sapo a los suyos, quizá el retorno de CiU no fuera tan balsámico como Zapatero cree.
En Cataluña, no hay hoy por hoy una mayoría social para la ruptura con España. Pero Zapatero tuvo una oportunidad de avanzar hacia un nuevo consenso que permitiera un desarrollo federal del Estado y se espantó porque operaba por tanteo, no tenía un diseño claro de adónde quería ir. ¿Qué quiere ahora? ¿Acercarse a las posiciones del PP que viene reclamando un pacto de cierre del Estado de las autonomías, que, sin duda, sólo favorecería a la derecha, porque la gente siempre prefiere el original a la copia? ¿O seguir trampeando la situación con parches? A Zapatero le correspondía la oportunidad histórica de liderar una solución que superara, por la vía federal, el dilema conllevancia o autodeterminación. La incapacidad para construir un nuevo consenso con las naciones periféricas tarde o temprano dará paso a una dimensión desconocida de riesgos para todos.
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