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Columna
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El peso de España

Que España se sentara en el G-20, aunque hubiera que convertirlo en G-veintitantos, es un logro de la diplomacia española, y así hay que reconocerlo. Al fin y al cabo, que la octava economía del mundo (en realidad la undécima si se utiliza el criterio de paridad de compra) no estuviera en el grupo que reúne a las 20 economías más importantes del mundo carecía de sentido excepto que hubiera un asiento europeo, lo que no es (ni parece que vaya a ser) el caso.

Otra cosa es que el presidente del Gobierno no pareciera estar muy concentrado en el partido multilateral. Primero se puso en fuera de juego con una inoportuna y mal explicada decisión de retirarse de Kosovo. Luego hizo coincidir las cumbres del G-20, OTAN, UE y Alianza de Civilizaciones con un cambio de Gobierno que las eclipsó y, especialmente, dejó en segundo plano la primera toma de contacto con la Casa Blanca después de ocho años de frío glacial.

Zapatero se puso en fuera de juego con la salida de Kosovo y eclipsó las cumbres con un cambio de Gobierno

Supuestamente, los sucesivos parches aplicados posteriormente, incluyendo la visita relámpago a Viña del Mar para entrevistarse con el vicepresidente de EE UU, Joe Biden, han permitido salvar la situación. No obstante, no ha quedado muy claro por qué Obama se limitó a saludar a los asistentes al Foro de la Alianza de Civilizaciones, reunido en Estambul coincidiendo con su visita a Turquía, pero no se dirigió formalmente al plenario. España había dado por hecho que Obama endosaría la Alianza con su presencia, pero finalmente no lo hizo, y ello pese a que los tres mensajes transmitidos por Obama al mundo musulmán, tanto en su entrevista en televisión como en su mensaje a Irán o ante el Parlamento turco, contienen claves parecidas a las que expresa la Alianza. Algo, pues, falló o no funcionó tan bien como debiera.

Tampoco ha quedado claro cuál ha sido nuestro papel en la cumbre del G-20. La crónica de los tres periodistas del semanario alemán Spiegel, que consiguieron acceder a una sala desde donde se veían y escuchaban las deliberaciones del G-20, no recoge ninguna intervención del presidente Zapatero, ni siquiera para secundar a Sarkozy en su vibrante discusión con Brown en torno a si publicar o no la lista de los paraísos fiscales. España estuvo, sí, pero parece que su papel fue más bien discreto, como si con su mera presencia hubiera colmado todas sus aspiraciones.

Como país de desarrollo y democratización tardía, tendemos a valorar los éxitos diplomáticos más por las ganancias de posición (por el estar) que por los contenidos (por el ser). Pero ahora que estamos, también debemos decidir sobre el somos. Inesperadamente, la crisis ha obligado a nuestra diplomacia a poner temporalmente entre paréntesis los argumentos basados en el poder blando, es decir, en el atractivo de la lengua, la cultura y nuestra imagen, para pasar a hacer valer el puro peso económico. Sin embargo, al mismo tiempo ha puesto de manifiesto vulnerabilidades económicas que socavan su propio peso como potencia económica.

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Para comenzar, la tan pregonada estabilidad bancaria, que fue uno de los argumentos principales a los que España recurrió en su pugna por ser invitado, quedó enturbiada en los días anteriores a la cumbre por la intervención de la Caja Castilla La Mancha. Inevitablemente, la imagen de España en el exterior, que hasta ahora era de unánime admiración por los logros económicos y sociales alcanzados en los últimos años, se ha resentido como consecuencia de la magnitud de la crisis inmobiliaria y, especialmente, del empleo, con una tasa de paro que duplica a las de nuestros vecinos. En ambos casos, la responsabilidad apunta a nuestros poderes públicos, que han alimentado con decisiones equivocadas una burbuja inmobiliaria cuyo efecto ha sido retrasar aún más un cambio de modelo económico al cual (por otra parte) ya llegábamos tarde.

De las decisiones que se están tomando ahora dependerá crucialmente no sólo nuestro bienestar relativo, sino también nuestra posición en el mundo. Hay que recordar que España ya ha pasado, en su periodo histórico más reciente, por periodos en los que no sólo estuvo en crisis, sino en los que también se empobreció relativamente respecto a sus vecinos. Entre 1993 y 1995, por ejemplo, su diferencial de renta respecto a la Unión Europea aumentó, de tal manera que hubo que esperar a 1996 para recobrar los niveles de convergencia de 1992. Y lo mismo ocurrió, pero de forma mucho más grave, durante la crisis de los setenta: en 1986, año de la adhesión de España a la UE, nuestra renta per cápita era de sólo el 72,8% de la media comunitaria, cuando en 1974 había sido del 80,4%. Por tanto, converger es un camino de doble vía, y también admite la divergencia; estar entre los grandes no es ni mucho menos irreversible.

jitorreblanca@ecfr.eu

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