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Una legislatura incierta en Euskadi

Al final de su primera legislatura como lehendakari, Juan José Ibarretxe poseía dos cualidades poco corrientes: se tenía la sensación de estar ante un político que se creía lo que decía y que además era tenaz -más allá del nivel de acuerdo o desacuerdo que suscitaran sus opiniones y de las críticas provocadas por el Acuerdo de Lizarra y la falta de reflejos para poner fin al mismo cuando ETA rompió la tregua y asesinó al teniente coronel Pedro Antonio Blanco el 21 de enero de 2000-. Y fue esa tenacidad la que, contra todo pronóstico, le dio la victoria en las elecciones del 13 de mayo de 2001. El frente constitucionalista auspiciado por Jaime Mayor y Nicolás Redondo Terreros no alcanzó la mayoría absoluta (se quedó en 32 escaños), ni, en su defecto, una mayoría alternativa superior a la de la coalición PNV/EA (33 escaños, a los que sumaría los 3 de EB). A diferencia del agónico final de la legislatura anterior, Ibarretxe no precisaba de ninguno de los siete diputados de Euskal Herritarrok (EH) para tener una mayoría relativa en el Parlamento de Vitoria.

Los resultados del 1 de marzo exigen un cambio que sólo puede hacer visible un 'lehendakari' socialista
Pese a los fallos del PNV, marginarlo ahora sería un error aún mayor
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A veces, si se persevera en las cualidades, éstas acaban convirtiéndose en defectos. Y ni Ibarretxe ni el PNV supieron aprovechar el importante caudal político obtenido en 2001.

Por el contrario, el lehendakari se empeñó en lanzar un proyecto de reforma del Estatuto de Gernika -el Plan Ibarretxe- sin contar con los apoyos transversales necesarios.

Era como si la obsesión por el Frente Nacional, ya intentado a principios de la transición en las reuniones de Txiberta de la primavera de 1977 y reeditado en Lizarra, impidiera a los dirigentes nacionalistas entender la complejidad de un país que había superado una difícil reconversión industrial y que sociológicamente se asemejaba muy poco al de la década de los ochenta y primeros noventa.

También fueron muy pocos los que supieron leer los cambios que se producían entre bambalinas tras la victoria del PSOE en las elecciones españolas de marzo de 2004 y la declaración de Anoeta de noviembre del mismo año. Eran los prolegómenos del proceso para un final dialogado de la violencia cuyos hilos habían empezado a tejer a principios del 2002 el mismo Otegi y el presidente de los socialistas vascos, Jesús Eguiguren.

Y mientras PSE y Batasuna preparaban el camino del último intento para poner fin a la violencia, Ibarretxe, con tres votos prestados de EH, tomaba el camino de Madrid para presentar su plan, que fue rechazado por el Congreso de los Diputados.

Las elecciones al Parlamento Vasco de abril de 2005 fueron un aviso que el PNV no supo interpretar: la suma de los tres

partidos del Gobierno (PNV, EA y EB) daba 32 escaños, mientras el PSE obtenía 18 y el PP, 15. La mayoría relativa ya no era posible ni con el escaño obtenido por Aralar y, de nuevo, había que contar con los votos de la izquierda abertzale (el PCTV-EHAK había obtenido 9 escaños).

De hecho, el suelo electoral vasco se movía lentamente en dirección opuesta a los intereses del PNV. El PSE tras el descalabro electoral del 2001 había apostado por un discurso más vasquista y favorable a acuerdos transversales con el objetivo de convertirse en el partido clave del Parlamento de Vitoria. Y Josu Jon Imaz no consiguió apartar al PNV del callejón sin salida al que conducía la insistencia en sacar adelante un plan sin contar con una mayoría transversal suficiente.

Entre 2001 y 2009, con las oscilaciones por partidos propias de las distintas convocatorias, la evolución del porcentaje de votos marca tendencias. Desde el mínimo de 2001, el PSE se mantiene al alza, con un máximo absoluto en las elecciones generales de 2008, que retuvo en parte el pasado 1 de marzo; el PP, en descenso continuado, con un mínimo absoluto en 2009; PNV y EA (en coalición en 3 elecciones) presentan una ligera tendencia a la baja, con un mínimo en 2008 y una moderada recuperación (de la mano del PNV, ya que EA sufrió un descalabro) en 2009; Aralar sube, con el máximo en 2009, lo contrario de EB.

En conjunto, el voto nacionalista (incluyendo Batasuna) no llega al 50% en las elecciones generales, pero supera dicho techo en las de Juntas Generales y el Parlamento vasco (en 2009, con los votos nulos, llega al 56%), con tendencia moderada a la baja.

El nuevo Parlamento vasco no cuenta con la presencia de Batasuna, un hecho inédito que desvirtúa el peso del nacionalismo. Además, la aritmética parlamentaria cierra el camino a nuevas versiones del Plan Ibarretxe y a la reedición del tripartito (ni aun sumando los escaños de Aralar) y abre la puerta a un Gobierno en minoría de Patxi López, investido con los votos del PP. Es legal y legítimo aunque poco frecuente.

Se presenta una legislatura, probablemente corta, plagada de dificultades a pesar de la voluntad del PSE de gobernar sin que ningún ciudadano vasco pueda sentirse excluido. Pero será difícil desvanecer la imagen de frentes ante una mayoría social -en votos, pero no en escaños- nacionalista. Es casi inevitable, pero no el único obstáculo. Gobernar en minoría a dos años de las elecciones autonómicas en 13 comunidades es arriesgado, porque la campaña podría restar apoyos (¿y traer nuevos?). Además, el control de las diputaciones, base del sistema fiscal vasco, seguirá en manos del PNV, excepto en Álava, donde seguramente pasará al PP. Por si fuera poco, un Gobierno del PSE repercutirá casi con toda seguridad en la estabilidad del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero.

En suma, un escenario endiablado que puede dar aire a ETA en su etapa final. Los resultados del 1 de marzo exigen un cambio que, sin duda, sólo puede visualizar un lehendakari socialista. Pero, a pesar de los fallos que se puedan achacar al PNV, marginarlo sería un error aún mayor. En definitiva, incertidumbre, pronóstico de legislatura corta y la tentación de reavivar la política de frentes por un PNV en la oposición.

Puede ser, pues, un desastre anunciado o el inicio de un cambio sustancial en la política vasca, que, sin duda, se consolidaría con las expectativas que podría generar el final de la violencia. El final de la violencia, el arreglo -Eguiguren- del conflicto político y los efectos de la crisis económica sobre la cohesión social deberían ser tareas prioritarias del nuevo Gobierno y del Parlamento.

Antoni Segura es catedrático de Historia Contemporánea y director del Centre d'Estudis Històrics Internacionals (CEHI) de la Universidad de Barcelona, y autor de Euskadi, crónica de una desesperanza (2009).

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