El amigo americano
Un escándalo de torturas en el Reino Unido ha dejado patente la sumisión del Gobierno británicoa las decisiones tomadas por Estados Unidos
Siempre es agradable saber que alguien te lee. La semana pasada, el ministro de Exteriores británico, David Miliband, respondió a mi columna sobre la posible complicidad del Reino Unido en la tortura de Binyam Mohamed con una carta al director de The Guardian en la que negaba su veracidad. La carta concluía: "Son temas serios que merecen ser tratados con seriedad. Pero hagámoslo basándonos en los hechos". No puedo estar más de acuerdo. El miércoles apareció en The Guardian otra carta, esta vez de uno de los abogados de Mohamed, que ofrecía varios detalles convincentes en contra de la afirmación del ministro de Exteriores de que "es un error objetivo decir que tratamos de ocultar materiales posiblemente exculpatorios al abogado defensor del señor Mohamed". Es decir, una afirmación que niega los hechos, por las buenas. Aunque resulta tentador lanzarme a una enmarañada disputa de afirmaciones y contraafirmaciones sobre quién dijo qué a quién y cuándo, no debemos dejar que los árboles nos impidan ver el bosque.
Cualquier agente debería dar la alarma cuando sepa que se está torturando a alguien en el extranjero
Tony Blair apostaba por acercarse a Estados Unidos, argumentando que así podría influir en sus decisiones
Una cuestión fundamental es precisamente cómo podemos establecer a la luz del día qué datos son ciertos, sobre todo si se tiene en cuenta que algunos de ellos proceden de informes secretos transmitidos al Gobierno británico por Estados Unidos. Una segunda pregunta es: ¿cómo podemos evitar que esto vuelva a ocurrir? El primer ministro británico, Gordon Brown, anunció el miércoles que va a haber nuevas líneas directrices para los agentes británicos de los servicios de seguridad e inteligencia que interroguen a presos en el extranjero. Debemos esperar a verlas, por supuesto, pero las instrucciones no son lo bastante amplias. El principio fundamental debe ser que cualquier agente británico esté obligado, so pena de perder su empleo e incluso quizá ser procesado, a dar la señal de alarma si recibe algún informe secreto que sugiera que se está torturando a alguien bajo los auspicios (directos o indirectos) de EE UU o cualquier otro país. Y el organismo correspondiente debe poner fin inmediatamente a toda cooperación en ese caso concreto y otros relacionados. Los derechos humanos fundamentales están por encima incluso del sanctasantórum de la política exterior británica, la necesidad de compartir información con Estados Unidos. ¿O es que hay alguien dispuesto a decir que es mejor observar cómo torturan a un hombre que poner en peligro los informes de inteligencia que compartimos con Estados Unidos?
Lo cual me lleva a una tercera gran pregunta. En el corazón de todo está la absoluta prioridad que da el Gobierno británico a la supuesta relación especial del Reino Unido con Estados Unidos y la forma que tienen los dirigentes británicos de abordarla. Un ejemplo es la historia que me contaron con cierto énfasis en el departamento de Exteriores la semana pasada. Poco después de que llegara al ministerio David Miliband, en el verano de 2007, escribió a la secretaria de Estado norteamericana para pedir que dejaran en libertad a los residentes británicos presos en Guantánamo y los devolvieran al Reino Unido. Los funcionarios del ministerio trabajaron para conseguirlo y lograron la liberación de tres de ellos, pero no de Mohamed. Cuando los fiscales del Pentágono siguieron adelante y encausaron a Mohamed, pese a una ola de consejos sensatos en contra, adquirió más importancia la posibilidad de hacer públicos informes secretos estadounidenses que estaban en posesión del Gobierno británico y que resultaban exculpatorios. Los funcionarios se esforzaron para conseguir que las fuentes norteamericanas entregaran esos documentos a los defensores de Mohamed en Estados Unidos, siempre con la idea de que la diplomacia privada era más eficaz que la confrontación pública. Al final, se desestimaron los cargos y Mohamed quedó en libertad, aunque sólo después de que se hubieran producido varios fallos condenatorios del Tribunal Supremo británico y un cambio de administración en Washington.
En resumen: nosotros, los británicos, éramos los buenos, y los malos eran los estadounidenses. O, mejor dicho, algunos estadounidenses, porque, como siempre, el Gobierno británico se vio envuelto en el disfuncional proceso que rige las relaciones entre distintos organismos de Washington y que hace que uno acabe encontrándose entre dos fuegos, por ejemplo, del Departamento de Estado y el Pentágono.
Pero examinemos esta historia tal como es. Aceptemos que, al menos desde principios del verano de 2008, el Ministerio de Exteriores británico hizo tremendos esfuerzos para lograr un trato justo para Binyam Mohamed y, con el tiempo, su liberación. Incluso aunque nos lo creamos, ¿cuál es la lección de fondo que podemos extraer de toda esta historia en general, de la que este incidente no es más que un colofón?
Aquí, en miniatura, vemos un ejemplo clásico de toda la estrategia británica a la hora de abordar nuestra relación con Estados Unidos, lo que yo llamo la escuela de diplomacia de Jeeves. Maneras impecables; una sonrisa discreta; siempre, perfecta lealtad en público; mientras que, en privado, no se deja de murmurar: "¿Es eso prudente, señor?". Y luego, en el club de Jeeves, frecuentado -como recordarán los aficionados a P. G. Wodehouse- sólo por caballeros de caballeros (es decir, mayordomos), uno se dedica a criticar las locuras de su jefe.
Ésta ha sido, más o menos, la estrategia británica durante más de sesenta años, desde que la hegemonía se trasladó al otro lado del Atlántico (porque este Jeeves, en su día, también fue amo y señor). Sin embargo, ha sido una estrategia nacional que ha ido produciendo cada vez menos beneficios y que no tiene remedio para la circunstancia en la que el jefe, Bertie Wooster, se vuelve loco. ¿Qué hace Jeeves cuando Wooster empieza a torturar a gente en un cuarto trasero o cuando hace que un carnicero marroquí se dedique a cortar penes en su nombre? ¿Qué hace cuando Wooster se embarca en lo que Jeeves considera una guerra peligrosa y equivocada? Por lo que sabemos hasta ahora, la respuesta del Jeeves británico fue murmurar, alternativamente, "¿puedo ayudarle, señor?" y "¿es esto prudente, señor?". No sólo en el caso de horrores específicos como las entregas de presos en condiciones extraordinarias, sino en el caso de la guerra de Irak y en el de todo el desafortunado concepto de la "guerra mundial contra el terror". Porque, durante todo ese tiempo, el Ministerio de Exteriores británico, y gran parte del Gobierno, sabían que aquello estaba mal, sabían que no era prudente ni acertado, y en privado lo reconocían.
Decían que esta política era la que mejor defendía los intereses nacionales británicos, la seguridad nacional y la seguridad de sus ciudadanos. Tal vez Tony Blair lo creyó en algún momento. Pero el argumento definitivo era siempre, según contó Robin Cook que había dicho Blair en una reunión del Gobierno en vísperas de la guerra de Irak: "Os digo que debemos acercarnos más a Estados Unidos. Si no, perderemos nuestra capacidad de influir en lo que hagan". ¿Qué capacidad de influir, Jeeves? ¿Cambiaste alguna cosa significativa en la desastrosa e ilegal política exterior de Bush?
Esta estrategia no sólo acabó perjudicando los intereses nacionales, la seguridad y la reputación del Reino Unido en el mundo que se suponía que debía favorecer, sino que ni siquiera fue beneficiosa para Estados Unidos. Habríamos sido mejores amigos de los norteamericanos si hubiéramos alzado la voz públicamente para protestar, no hubiéramos tolerado jamás la entrega de presos en condiciones extraordinarias, no hubiéramos apoyado Irak y, por el contrario -como defiende ahora Obama-, nos hubiéramos quedado con Afganistán y con unos métodos más inteligentes, civilizados, legales y duraderos para combatir las verdaderas amenazas terroristas a las que nos enfrentamos.
No sólo estaría mejor hoy el Reino Unido, sino Estados Unidos y todo el mundo, si los británicos no hubiéramos seguido desempeñando ese papel degradante del criado fiel que aguanta cualquier cosa. Un amigo valioso y genuino es el que te dice la verdad cuando estás haciendo algo estúpido o equivocado, no el que está tan deseoso de mantener tu amistad que nunca te regaña. Estoy seguro de que eso es lo que piensan hoy muchos miembros de la Administración de Obama, aunque no lo expresen con tanta claridad. Así que esa fetichización sumisa que hacemos los británicos de la "relación especial", centrada en que se comparten las informaciones secretas, acaba siendo perjudicial para la propia relación. Pobre, estúpido, iluso, viejo Jeeves. -
www.timothygartonash.com Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
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