Una historia de amor
Había quedado con sus hermanos a las diez en punto, pero cuando llegó todavía no eran las nueve y media, y su cuñada había vaciado ya medio aparador.
-¡Huy, qué susto me has dado!
No me extraña, pensó, pero no dijo nada mientras aceptaba con una sonrisa las confusas explicaciones sobre el insomnio de su hermano y su necesidad de volver a Madrid pronto, a tiempo de ver el partido. Ni siquiera se detuvo a contemplar las antiguas piezas de porcelana, dos tibores, una sopera, cuatro cajas pequeñas de formas caprichosas, con dragones enroscados en la tapa, y un juego de café, que reposaban sobre la mesa del comedor. Aquellas chinerías eran la herencia de su tatarabuelo, que había sido capitán de la marina mercante en los últimos tiempos de las colonias y había hecho durante muchos años la ruta de Filipinas. Del cargamento de regalos que acostumbraba a derrochar en vida, su bisnieta sólo llegó a heredar aquellas piezas y dos mantones de Manila que ya había regalado a sus hijas. Pero si la mayor subió corriendo las escaleras, sin esperar a que su hermano volviera con los churros que había ido a buscar, no fue porque se diera por satisfecha con el mantón, sino porque unos días antes, en el último instante de lucidez de su madre, había descubierto que la porcelana no era lo más valioso que tenía.
"El rostro de aquel hombre tan joven permitió a su memoria hacer el resto"
-Ahí, en la cómoda, en el segundo cajón, tráemelo
Su madre había muerto en un piso de sesenta metros cuadrados al que se había mudado para estar cerca de sus hijos, pero que nunca había considerado su casa. Sin embargo, los muebles, los cuadros, los objetos que lo decoraban, habían llegado del pueblo, de su hogar verdadero, con ella, y por eso su hija no se lo pensó. Pero en el segundo cajón de la cómoda sólo había camisones, y no era eso lo que quería su madre.
-Que no, mujer, no seas tonta, que tiene que haber una caja alargada, de carey, asegurada con una goma.
-No, mamá, aquí no hay nada de eso, sólo -en ese instante, la anciana dio un respingo, se incorporó en la cama, miró a su alrededor con los ojos muy abiertos, asustó a su hija sin querer-. ¿Qué te pasa, mamá?
-Nada, que no es aquí -y se dejó caer muy despacio hasta quedarse acostada otra vez-. No es aquí, no Tráemelo.
-¿Qué?
-Una caja de carey que está en el segundo cajón En la cómoda No me encuentro bien, voy a vomitar
Ésa fue la última conversación que había sostenido con su madre, porque después sólo llegó a escuchar palabras sueltas, gruñidos, quejas, por fin nada. El final se precipitó a tal velocidad que ni siquiera tuvo tiempo de ir al pueblo a buscar aquella caja que su madre parecía necesitar tanto.
La tenía en las manos cuando escuchó el eco de dos llegadas sucesivas, primero su hermana pequeña, y casi al mismo tiempo su hermano, con los churros prometidos.
-¿Quieres un café? -le preguntaron desde abajo.
-¿Qué? -en la caja había dos fotos, un trozo de una cinta de raso de un color impreciso, rosa, o rojo, o beis, o salmón, desteñido por el tiempo, cinco cartas largas y muchas notas breves, escritas en el dorso de facturas, albaranes, pedazos de papel de estraza, hojas arrancadas de un bloc escolar.
-Que si quieres un café.
-Sí, ahora bajo
Cuando bajó, el café estaba helado, los churros parecían chicle, y sus hermanos le dijeron que tenía muy mala cara. Sí, reconoció ella, es que me da mucha pena todo esto. No insistieron y la dejaron sola en el comedor, masticando unas palabras muy viejas que parecían escritas el día anterior, tengo que verte, esta tarde a las cinco, no puedo más, me estoy muriendo, tengo que verte, no me digas esas cosas, ven esta noche, aunque sean cinco minutos, por favor, con eso me conformo, tengo que verte, te quiero, Marta
Las notas no estaban fechadas, las cartas sí, y el rostro de aquel hombre tan joven, los ojos azules que habían llamado su atención cuando lo vio entrar en el aula, desde su pupitre, permitieron a su propia memoria hacer el resto. Don Eusebio había sido el primer maestro de su hermana pequeña. Cuando llegó al pueblo, ella tenía diez años, porque estaba preparando el examen de ingreso. Él no tendría más de veinticinco. Su madre estaba a punto de cumplir cuarenta.
-¿Y tú qué te quieres llevar? -su madre, felizmente casada con su marido desde hacía más de doce, como lo estaría hasta que enviudó, en aquella época en la que, a media tarde, decía que estaba tonta, que se le olvidaban las cosas y que iba a salir un momento a la farmacia, o a comprar sal, o huevos, o hilo, cualquier cosa.
-No lo sé todavía -y volvió a verla como era entonces, cubriéndose la cabeza con un pañuelo, asegurándolo con un nudo debajo de la barbilla, marchándose sin volver la cabeza, y comprendió que nunca le contaría a nadie lo que había dentro de aquella caja-. La verdad es que me da lo mismo.
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