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PERDONEN QUE NO ME LEVANTE
Columna
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Cuestas, las de Estambul

Cada vez que se me fastidia una pierna pienso en las mejores cuestas de mi vida. Hoy he despertado con una fijación por las subidas y bajadas de Estambul, y he dado gracias a quien sea porque durante mi última visita reciente -una invitación para charlar en el animadísimo Instituto Cervantes de allá propició un par de inolvidables días- pude trotar arriba y abajo por sus zocos menos conocidos, sus callejas más auténticas. Pienso en todo ello porque, además, en estos momentos se exhibe en Madrid una muestra del fotógrafo Francisco Mas Manchón, que refleja Estambul, su Estambul, esa ciudad que siempre imagino y recuerdo tal como él la ve, en blanco y negro. Es en Ultravioleta, Escuela de Fotografía, y dura hasta el 2 de mayo la exposición. No se la pierdan. Estambul tiene muchos turistas, pero menos amantes profundos de lo que debiera. Es una ciudad intensa, dulce, dura, fuerte, amable, recia. Una ciudad que no está para cuentos. Hay que meterse dentro, y eso no te lo permite con facilidad. Yo la paseo cuanto puedo, con la ayuda de Angelita y de su grupo de amigas españolas y de amigos turcos, y con Antonio, con la gente que les rodea.

"Trepar por la memoria ayuda a superar las miserias del cuerpo"

Luego te caes, te descacharras en cualquier lugar sin interés exótico, y se acabó Estambul, por el momento. Pero has tenido suerte y no te has roto la cabeza. Recuerdas. Trepas y te deslizas por las cuestas de la memoria. Y eso ayuda a superar las miserias del cuerpo.

Estambul, pues. Blancos, grises, negros. Sombras, seres, vapor. La lumbre de un puesto ambulante de sardinas, los espetones como armas de caballero, las manos atareadas de los hombres, buscando el amparo de la lumbre. Rostros de currantes, de ciudadanos atareados. Mujeres que se afanan. En el zoco que va a dar al mercado de las especias se desarrolla -se desenvuelve, como si fuera un rollo de papel de aluminio- un espectáculo que alela las pupilas. En esos comercios en donde la gente de verdad adquiere aquello que en verdad necesita -y en donde el viajero puede encontrar candados, bufandas, yo qué sé: utensilios poco glamorosos, pero tan indispensables como la vida, o las rodillas-, el espectáculo de la cotidianidad deslumbra. Los maniquíes de cartón/yeso, tales que aquellos que en mi infancia lucían "un traje Casarramona de Primera Comunión es para todos los niños su más querida ilusión", permanecen en las aceras, vestidos con indescriptible formalidad. Las niñas, con miriñaques similares a los que lucíamos cuando éramos comulgantes. Los niños, hechos unos marquesotes, algunos hasta con bigotes pintados, ornando primorosas boquitas de picaflores. Si no fuera porque no deseo turistas en ese zoco, sino visitantes, sino viajeros, les recomendaría que le dedicaran tanto interés por lo menos como a la Suleimaniyya.

De mezquitas -las reinas-, paisajes, mares, estrechos, bósforos y mármaras empezaba yo el día con los ojos repletos, pues pusieron a mi alcance un hotel que sí recomiendo encarecidamente pues: no es caro, tiene encanto, es pequeño, el personal es encantador, las habitaciones son cómodas, tiene bar y restaurante… pero, por encima de todo, posee un techo de cristal desde cuyo interior se puede desayunar y sentir que Estambul te rodea, te abraza, te sorprende. Se llama hotel Adamar y no tengo en él más interés que el que sentimos cuando descubrimos algo apreciable y digno de recomendar. Está en una cuesta -como debe ser, en Estambul-, en la calle Yerabatan, barrio de Sultan Ahmet. Durante ese par de días en que recibí la hospitalidad del Cervantes y el calor de mis amigos -mando un beso a Nicolás y al grupo de lectura de allá, que tan activo se muestra; y al encantador muchacho que discutió conmigo-, Estambul, en donde hacía un frío siberiano, no pudo resultar más hogareña.

Regreso con la ternura del recuerdo a aquel narguile que fumamos tú y yo, Antonio, en el lugar al que llegué con tu mujer, subiendo escalones empinados que algún día volveré a pisar. Y recuerdo al camarero que nos atendió, y al orgullo que sentía por ver su establecimiento, tan cotidiano, tan de ellos, visitado por tres extranjeros. 

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