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Columna
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Seguridad en la calle

La preocupación por la seguridad ha tenido siempre un cariz conservador. Basta que alguien resalte los problemas de inseguridad en la vía pública para suscitar desdén, o recibir, en el peor de los casos, un insulto generalmente inexacto: el de fascista. La dialéctica admitida contrapone delincuencia callejera con delincuencia de guante blanco. Se argumenta de este modo: de acuerdo, no está bien destripar a gente por la calle, pero peor es la conducta de esos individuos atildados y corteses que evaden impuestos o falsean los balances. Más allá de los errores cometidos por quienes seccionan yugulares o perforan el vientre del prójimo, debemos tomar conciencia de las desigualdades. La culpa no es de quien maneja el arma callejera, sino de la sociedad. Por eso la víctima, ahora mediante impuestos, debe aflojar por segunda vez la bolsa para que su salteador sea reorientado, mediante benéficos programas. Dicho todo esto, acaso se puede sugerir que sacar la navaja en una esquina y hundirla en carne ajena no es una actividad totalmente digna de aplauso.

Bien, esto era así. Hasta anteayer: ahora el feminismo, doctrina con vocación hegemónica y que como tal no tolera contrapunto, ha emprendido una cruzada en contra de la delincuencia callejera, circunscrita a la violencia de género. Los atenuantes del delito se diluyen y todo adquiere un tono enérgico y urgente. En Bilbao, colectivos feministas han identificado decenas de puntos inseguros y exigen drásticas medidas: cámaras de vigilancia, patrullas policiales, buena iluminación. También clases de autodefensa, en la más pura tradición norteamericana de autotutela jurídica y desconfianza ante la acción de los burócratas. Son incomprensibles los esfuerzos que invierte el feminismo en separar la seguridad de las mujeres de la seguridad a secas. Una buena iluminación o una policía eficaz benefician, mal que pese a las mentes sectarias, a toda la ciudadanía, hasta el punto de que las exigencias feministas pueden favorecer una demanda característica de la derecha: que todas las personas (¡también los hombres!) puedan caminar sin miedo por la calle.

Exigir seguridad era conservador, pero ahora, al rebufo del feminismo, podremos exigirla sin que afortunadamente nuestra reputación corra peligro. Los sorprendentes efectos de esta moral torcida y prejuiciosa empiezan a hacerse visibles: cuando las instituciones identificaron en algún folleto turístico ciertos barrios de Bilbao como zonas inseguras se produjo una enérgica protesta bajo el argumento de que se estaba "criminalizando" a tales barrios. Ahora algunos de esos mismos barrios también han sido señalados por el lobby feminista como inseguros, pero, por supuesto, nadie tiene arrestos para levantar el dedo y hablar de "criminalización". Y es que la moral pública, cuando es interesada, requiere el uso de dos barajas.

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