El doble rasero del PP
Los populares no afrontan con igual criterio los escándalos de Madrid y de Valencia
La respuesta que cabe esperar de un partido político afectado por casos de corrupción no consiste en desacreditar las indagaciones judiciales o las comisiones parlamentarias de investigación, sino en adoptar medidas que le permitan desmarcarse del comportamiento de algunos de sus militantes. Menos aún, como hicieron ayer voceros del PP de Madrid, en insultar y descalificar al medio de comunicación, en este caso EL PAÍS, que ha revelado una trama de espionaje en la Comunidad incompatible con la definición más laxa de democracia.
La dirección nacional del Partido Popular se inclinó por el primer camino al lanzar sus baterías contra el juez Garzón, acusándolo de parcialidad. La dirección de Madrid, por su parte, intenta ahora perseverar en la misma línea al sostener que los graves hechos de espionaje investigados por la Asamblea son falsos, para lo que no ha dudado recurrir a los insultos. La secretaria general del partido, María Dolores de Cospedal, sin embargo, ha querido cerrar esta apresurada salida a Esperanza Aguirre, insistiendo en la necesidad de que la comisión aclare la trama de espionaje.
Esta actitud para con Madrid de la dirección nacional de los populares contrasta con la más condescendiente adoptada en Valencia, donde el consejero de Gobernación, Serafín Castellano, está acusado de favorecer a una empresa propiedad de personas de su entorno y el propio presidente de la Generalitat aparece en el sumario instruido por Garzón como destinatario de regalos procedentes de la trama de corrupción que dirigía Francisco Correa. Francisco Camps debe una explicación a los ciudadanos, y el Partido Popular no da muestras de exigírsela. No es una buena posición para Rajoy, ahora que el resultado de las elecciones en Galicia ha ampliado su margen de maniobra interna.
Las decisiones del PP sobre los casos de corrupción que les afectan han coincidido en el tiempo con las adoptadas por el Partido Socialista en episodios similares, como el del alcalde de Alcaucín. El contraste resulta ilustrativo, por más que, como se ha visto en reiteradas citas electorales, los escándalos de corrupción urbanística no hayan pesado en el sentido del voto ni tampoco en la popularidad de los implicados. Lejos de ampararse en esta constatación e instalarse en un compás de espera hasta que amainen los temporales judiciales, los partidos están obligados a redoblar sus esfuerzos para combatir la corrupción. No tiene sentido que cada cual reclame el monopolio de la virtud cuando la corrupción afecta al adversario, sabiendo que lo que resulta inexcusable es la voluntad de erradicar sus múltiples causas, reforzar los controles y establecer usos claros sobre la asunción de responsabilidades políticas. Lo contrario sólo conduce a la espiral de dobles raseros que no se detiene desde hace años. La corrupción puede no afectar a los resultados electorales, de momento, pero degrada la vida política hasta niveles inaceptables.
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