El ogro era romántico
En sus hondas y lacerantes radiografías de gente herida y perdida en la tierra de las oportunidades, en su permanente indagación del lado oscuro y de los sueños rotos, ese señor llamado Clint Eastwood, alguien que puede contar las historias más complejas y los sentimientos más intensos con la sencillez, la capacidad de sugerencia, la inquietud, el lirismo bronco y la fuerza expresiva de los clásicos, calcula con extrema lucidez la conveniencia o inconveniencia de plantar su legendaria figura delante de la cámara.
Yo siempre agradezco su presencia, su humanidad, su dureza, su soterrada ternura, su peligro, su hombría. También que no sea complaciente, ni mentiroso, ni autocompasivo con el sombrío futuro de los finalmente desolados personajes que representa. En Los puentes de Madison no nos mostrará cómo discurrieron los presumiblemente temibles últimos años de aquel fotógrafo empapado de lluvia y con el corazón roto que sabe que cuando el semáforo se ponga en verde sólo le quedará el recuerdo y la imposibilidad de prolongar ese estado tan raro y provisional llamado felicidad. Sabemos que el febril ángel vengador William Munny volvió a beber, regresó en medio de los truenos a un pueblo embarrado y desató el apocalipsis con los hombres que rajaban la cara de las putas y que masacraron a su amigo, pero también que nadie volvió a oír hablar de él. Igualmente, el fracasado y negro ex boxeador que encontró un refugio llevadero limpiando un gimnasio jamás tuvo noticias de su atormentado colega, después de que éste decidiera con estremecedora piedad no prolongar el sufrimiento de la nena del millón de dólares, de aquella tullida irreparable y hambrienta de amor que buscó en vano un lugar en el sol.
GRAN TORINO
Director: Clint Eastwood. Intérpretes: Clint Eastwood, Christopher Carley, Bee Vang, Ahney Her, Geraldine Hughes.
Guión: Nick Schenk.
Género: drama. Estados Unidos, 2008.
Duración: 116 minutos.
En 'Gran Torino' Clint Eastwood chorrea olor testamentario
En Gran Torino, un Eastwood que chorrea olor testamentario afronta el necesario protagonismo para hablarnos de Walt Kowalski. Se ha quedado viudo y todo nos hace sospechar que había amor y comprensión entre esa mujer y el ogro insoportablemente gruñón, que la intemperie emocional se va a cebar con este jubilado que venera el concepto patriotismo, que en su nombre hizo algo tan pavoroso como matar cuerpo a cuerpo a gente que no conocía en la guerra de Corea, con cuchillas de afeitar en su salvaje boca, encabronado porque su barrio de obreros blancos y acomodados se ha llenado de negros, hispanos y orientales a los que ni entiende ni aprecia. Tampoco siente el menor respeto por los mezquinos hijos que engendró. Es un racista sin mala conciencia, arrogante sin esfuerzo, puede ser muy violento física y dialécticamente, su genético sarcasmo tiene gracia. Sólo se lleva bien con su perro, con el alcohol que trasiega en el porche de su casa esperando el anochecer, con los ancestrales colegas del bareto de toda su vida, con la complicidad de un peluquero que maneja su argot y su sentido de los valores, con un coche del año 72 al que mima como si fuera un Rolls Royce y que despierta la admiración y la envidia del proletariado con ínfulas y del lumpen.
Yo creo que está y se siente muy solo, aunque se dejaría torturar antes que admitirlo. También que la muerte le está acariciando el cogote. Es algo que intuyen dos adolescentes coreanos e indeseables vecinos. Descubriremos que el monstruo posee anverso y reverso, que los auténticos príncipes no tienen más remedio que intentar salvar al desvalido y al acorralado, que la comunicación con el extraño y el aprendizaje de la tolerancia puede ser un camino tan espinoso como gratificante, que ser valiente implica conocer el miedo, que sólo la acción puede alterar el injusto estado de las cosas.
Todo fluye y palpita en esta película magistral, concebida con los medios justos, con enorme talento, con sentido moral. Es normal que la emoción explote con un desenlace tan imprevisible como épico. No se muera nunca, señor Eastwood.
Babelia
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