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Columna
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El general en la calle

Lo peor que le puede pasar a alguien es la enajenación. Percibir una realidad fabulosa, aislarse en una burbuja, palacio o cárcel: en el interior de una ilusión, mientras unos edecanes asisten y asienten. Dan la razón, corroborando lo que ve o cree ver. Encerrado en su quimera, ese individuo detesta a quienes no se resignan a lo que él proyecta. Descubre a sus enemigos, a quienes ve por todas partes. Él dice actuar de buena fe, con probidad y, por ello, no entiende la falta de adhesión. Está convencido de sus arbitrajes o de las cirugías que debe practicar. Es un individuo seguro, persuadido, firme. Puede que imante a unos seguidores y puede que se empeñe en hacer el bien. Por eso no se pregunta por sus decisiones, por las consecuencias de sus actos. En su delirio es un individuo temible.

"Creedme", escribía Antonio Gramsci, "no temáis ni a los bribones ni a los malvados. Temed al hombre honrado que se engaña", al hombre que cree ser honesto y que se empecina en su error sin advertirlo. Ese hombre que dice ser honrado "actúa de buena fe, cree en el bien" y espera que todos se fíen de él. ¿Pero qué pasa cuando yerra? ¿Qué ocurre cuando su rectitud no evita las malas compañías o cuando su austeridad y convicciones no le hacen ser inteligente? Pues que se engaña acerca de los medios con los que procurar el bien, dice Gramsci. Es entonces cuando se vuelve furioso contra la realidad que le desmiente. Estos diagnósticos pueden aplicarse a muchos enfermos de egolatría, de narcisismo, pero sobre todo "son aplicables a todos los malos políticos que supuestamente actúan de buena fe" sin medir los efectos de su aislamiento.

Si el lector repasa lo anterior tal vez piense que describo a algún representante actual, quizá un presidente irascible, acosado, a la defensiva: alguien que dice actuar de buena fe sin comprender el porqué de quienes le persiguen, siendo como él es el emblema de la comunidad. Pero no, no hablo de personajes actuales. Hablo de casos históricos: de un militar en su laberinto, de Francisco Javier Elío, el capitán general que facilitó el golpe absolutista de Fernando VII en la Valencia de 1814. Fue un represor temible: persiguió con inquina y saña a quienes se habían destacado por sus ideas liberales.

Ya está en la calle: acaba de aparecer un volumen que reúne su correspondencia y otros escritos. Las autoras de dicho libro, Encarna García y Carmen García, analizan con mimo la trayectoria de ese soldado, relatan su posterior encierro en la Ciudadela de Valencia tras el regreso de los liberales y diagnostican su demencia. Es una narración sobrecogedora. Vemos a un tipo delirante, impotente ante un mundo que prescinde de él. Alguien que no comprende por qué nadie mueve un dedo para salvarle, ni siquiera ese monarca a quien sirvió con abnegación lacayuna. Se siente traicionado y con él la comunidad a la que sojuzgó. De hecho, así se titula el volumen: La nación secuestrada (PUV). Él cree serla, personificarla.

Elío fue ejecutado en el Llano del Real a garrote vil, un eficaz instrumento que rompía el cuello del prisionero. Los últimos días del general fueron los de un éxtasis enajenado. En la Ciudadela, sin ver la calle, sólo pudo mostrar un feroz odio a lo moderno. Nunca comprendió cuáles habían sido sus culpas o errores. Hoy, de él sólo quedan rastros en el callejero, el montículo en que fue ejecutado y este apasionante libro que ahora les cuento.

http://justoserna.wordpress.com

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