La apariencias
Qué alegre cacería, señorito, qué dulce y fresca la mañana, qué formidable la muerte, qué aburrida la justicia. Mejor no mencionar ese tema todavía, no vaya a ser que se nos enfríe el caldo. Juzgar es ya manchar a los demás con nuestra victoria y también hay errores de forma entre las causas más nobles.
Pandilla de piratas, piensa el pueblo a menudo, con o sin razón. No estaría de más dejar ciertas prácticas para cuando amaine la tormenta. El golf, la caza, las bodas de alto copete. Disimular importa, por eso se viste de negro y se finge dolor en los entierros. Frente a la enfermedad del enemigo se puede mostrar un respeto falso, no conviene precipitarse.
En ausencia de los amos, los lacayos muestran sus posesiones. Chejov.
"No se debe andar pegando tiros con cualquiera, aunque el señor esté a mil pasos"
durante la cacería se pusieron muy lejos, detrás de distintos arbustos, se puede imaginar que apuntando a la misma pieza, se puede imaginar lo contrario. Todo es posible. Qué afición por la sangre, en cualquier caso. Pobres jabalíes, pobres venados, pobres santos inocentes. Si no recuerdo mal, la lucha de clases no era esto. Las monterías tienen un regusto amargo entre los parados. Pura demagogia, por supuesto, pero con esos mimbres se hacen los cestos que recogen los votos. Si se utiliza la demagogia para llegar, por qué no seguir guardándole cierto respeto. Las apariencias cuentan incluso entre la brutalidad de las cuentas. Hasta los reyes esconden su felicidad en tiempos de guerra. Hemos visto a presidentes lucir trajes de gala y cazadoras sindicales, según el caso. ¿Por qué dejar ahora de fingir una honda preocupación por la sensibilidad del pueblo? Cuando la izquierda caza y la derecha llora, ¿en qué creer? Contra los ladrones, contra los espías, contra el mal, caminan más seguros los funcionarios oscuros, siniestros, intachables. El ego de un fiscal debería esconderse bajo cien mil folios polvorientos. Vencer es un arte delicado. Los forenses siempre muestran cierta timidez en las fiestas. Los verdugos se cubren la cara por respeto a su propia vida. Los delatores se cuelgan o al menos se van a vivir muy, muy lejos, bajo otros nombres. Cuando termina la partida de ajedrez se da la mano al derrotado, no cuesta nada ser generoso frente a un rey tumbado.
La mujer elegante gasta la mitad y luce el doble.
Algo me dice que la primera huelga de nuestra hambruna no debería ser la de los jueces. Hay que tener cierto aspecto para sentirse miserable. Más demagogia, claro está, populismo, mentira, apariencias, nada importante, pero ¿acaso se juega de otra manera a este juego?
La crueldad de los números no repara en las formas. Para detener el paro existe el despido libre. Cuesta entenderlo si uno desconoce la magia imposible de la macroeconomía. Por eso conviene gobernar con sentido y sensibilidad. Por eso no se debe invitar a según qué gente a según qué bodas. Tampoco se debe andar pegando tiros con cualquiera, aunque el señor cualquiera esté a mil pasos, en su propio seto.
Si algo sabemos hacer los viejos castellanos es guardar las apariencias. Igual que nos tirábamos migas en la solapa para fingir haber comido, deberíamos ahora limpiar todo rastro de la cena. Y enfundar la escopeta, y esconder el atrezzo del poder, el loden, el sombrero y la pluma. Regalar los palos de golf al servicio para que nos arreen con ellos mientras les enseñamos compungidos la puerta de salida.
Apuntar sus direcciones en el Congo para felicitarles las navidades, regalarles un par de citas de la defensa de los indios de Fray Bartolomé de las Casas, recordar al menos el nombre de sus hijos.
En fin, que no basta con decir la verdad, hay que aprender también a mentir con cierta elegancia.
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