"Esperancio e Inocenza"
Háganse un inmenso favor. Acudan al Museo del Prado y rindan atenta peregrinación al genio visionario de Francis Bacon. No por lo que fue ni porque pintó lo que pintó y cómo lo pintó; no sólo por eso, quiero decir. Descubran, en su universo fracturado, sombrío, un universo ético-estético para el que no existen adjetivos que no suenen ramplones, los rostros del presente. Yo tuve la suerte de explorar los delicados senderos de nuestra primera pinacoteca, poblados en esta ocasión de criaturas feroces o dignas de compasión debidas al artista que aprendió de Velázquez y que se perdió consigo mismo en el Prado, para encontrarse. Tuve la suerte, decía, de recibir además los conocimientos de Manuela Mena y Miguel Zugaza, excelente compañía: no es pequeño regalo.
Sitúense delante del rostro de Inocencio y vean sus rasgos y deformidades"
Pero los ojos y la razón bastan para entregarse al descubrimiento de esta impagable versión Bacon de la monstruosidad del Poder y del dolor de sus víctimas. Lo humano sin tapujos ni coartadas, por un lado: la tortura, el espanto y, como consecuencia, una estremecedora compasión. Pero, sobre todo, el Poder que aplasta y maltrata. Esas yuxtaposiciones, esos rostros que se paren a sí mismos en la oscuridad del mando, en las heladas cimas de la plutocracia, en la rapiña. Retratos que nacieron en épocas anteriores y que definen la cochambre eterna, la perversidad, lo que antes llamábamos "la explotación del hombre por el hombre", y que ahora podemos hallar en las primeras planas de los periódicos impresos, en las pantallas de nuestros ordenadores y televisores. Manchándonos, contaminándonos, minándonos.
Es mucho el alcance de la exposición e inabarcables las preguntas que sugieren, las respuestas que proponen. Pero en mi recuerdo permanecerán, indelebles, los retratos de la sala más sombría (no por iluminación, sino por esos rostros, esas figuras que representan lo peor de lo humano), esas pinceladas precisas con que el genio sacó a la superficie y para siempre la retorcida, sórdida verdad. Esos hombres encastillados, esa amoralidad que casi se huele, esa quietud letal de los que permanecen en la sombra y mueven los hilos. Podrían ser mafiosos, podrían ser banqueros, podrían ser empresarios, podrían ser desclasados y arribistas, podrían ser políticos de mala sangre, podrían...
Entonces llegamos a la culminación del horror: los estudios y variaciones sobre el retrato del papa Inocen-
cio X pintado por Velázquez. Ah, señores y señoras, damas y caballeros. Quitémonos los ropajes con que nos defendemos habitualmente, permitamos que la maldad, la brutalidad, el sadismo y el refinamiento de aquella encarnación del cinismo religioso y político que fue Inocencio X nos golpeen con su más rigurosa actualidad. No cuesta nada identificar ese material humano, en su descomposición moral, con los altos jerarcas religiosos que, hoy más que en el inmediato ayer, pretenden legislar nuestras vidas y condenar nuestras muertes, o viceversa; anular nuestro sexo, pervertir nuestra bondad, aniquilar la ética para meterla en un incensario y devolvérnosla convertida en una nube hipócrita.
Inocencio: qué nombre para un Papa que condenó el tratado de paz que puso fin a una guerra que desgarró a Europa durante 30 años.
En Inocencio se resumen otros nombres de mucha actualidad. Esperanza -igualmente inadecuado- podría ser uno. Háganse ese otro favor. Sitúense delante del auténtico rostro de Inocencio (que ya Velázquez captó: esa mano crispada, esa boca), visto por Bacon, y vean en sus rasgos y deformidades el espíritu de la esperanza de hogaño que parece de antaño. Es curioso que a la Thatcher original, la inglesa, las pinturas de Francis Bacon le parecieran "trozos de carne". A la Aguirre, que es peor que su sosias británica -quien al fin y al cabo era de clase baja: todavía hay clases de desapego social-, le da por deshacerse en elogios. ¿Porque no se ve? ¿O porque cree que así se desmarca de su reflejo? No sé. A mí, estas aristócratas que nunca encanecerán en una sola noche me resultan inescrutables.
No así los retratos que nos las reflejan. A ellas, a sus adláteres, a sus corruptos y a sus cardenales.
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