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Columna
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Bufones en la corte

Llega el juicio del caso Saqueo 2, continuación de las millonarias hazañas en Marbella del Grupo Independiente Liberal, el GIL de Gil. La fiscalía de la Audiencia Nacional pide 285 años de cárcel para dos antiguos alcaldes, concejales, asesores jurídicos y de urbanismo, administradores de sociedades municipales, un asunto de los años noventa del siglo pasado. Gil era en sí mismo un espectáculo, y el GIL y sus políticos carcelarios se han convertido en una caricatura de la política municipal en general. La caricatura es un método dislocado de hacer retratos para revelar la verdad más allá de lo que aparece a primera vista, y se basa en la exageración, aunque parezca imposible exagerar lo exagerado: la malversación exhibicionista de bienes públicos para aprovechamiento particular.

Los políticos y asesores del GIL, o de Gil, como se quiera, se han convertido en caricatura de todos los políticos, como si resumieran perversamente lo más característico de la actividad política deformando ciertos rasgos hasta lo monstruoso. Los condenados y acusados en el caso marbellí han ido adquiriendo una magnitud caricaturesca: hoy son exhibidos como una aberración espectacular, un hampa de bufones. El bufón es un ser dislocado, irrisorio, irritante, que agiganta los disparates comunes con sus gestos excesivos e inconvenientes, fanfarrón y parásito, a la vez dilapidador y avaricioso insaciable.

El caso de Marbella es un número más de la televisión sentimental y sensacionalista. Las barbaridades de los bufones medievales certificaban la sensatez de la gente normal, y los gilistas marbellíes demuestran, por contraste, la superioridad de los políticos auténticos. El GIL no fue un grupo político, sino una parodia, una mala imitación, una especie de representación bufa de la política. Pero las tramas de corrupción que ahora investiga en Madrid el juez Garzón describen un panorama imaginable, cotidiano, verosímil, en los gobiernos de ciudades y regiones. Es una red de cargos electos, asesores de los cargos electos, séquitos, profesionales contratados, agencias de seguridad, viajes, publicidad, decoración, mobiliario para ceremonias, iluminación y sonido para el boato de la vida política.

Los partidos aparecen de pronto como un aparato económico, como un modo de vivir. No están contentos con lo que reciben del Estado para campañas electorales, las subvenciones por diputados y votos, las cuotas y donaciones de sus militantes y amigos, pero sabemos que colocan a sus miembros en ayuntamientos y diputaciones para hacer trabajo de su partido pagado con dinero de ciudadanos de todos los partidos, y que conceden contratas y licencias. Cuentan con empresas afines, que se benefician del partido y ayudan al partido. El sistema propicia clanes de amigos y familias, alianzas de socios. El sistema no es el ideal, pero la vida es siempre un poco corrupta, y cambiar las cosas sería peligroso, un salto al vacío, el caos, el antisistema, o eso dicen los interesados.

Existe una solidaridad interesada entre los miembros del partido: cubrir las culpas de los amigos y los socios salvaguarda los propios intereses. No es que uno se sacrifique por el partido: uno se sacrifica por sí mismo. No se sacrifica por el pueblo, por el bienestar, el placer y provecho de todos, como se ha oído en Marbella, en Estepona, en Alhaurín el Grande, en Camas, donde responsables municipales acusados de corrupción han sugerido que, de saltarse las normas, habría sido por un acto ético, por los deberes que impone el servicio al pueblo. La corrupción se ha convertido en costumbre, pero todo caso que llega al juzgado es tratado como excepción, como una versión más del GIL. Es como si no perteneciera a la política vigente, sino a otra rama de la economía, al espectáculo, al cotilleo audiovisual.

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