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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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Presentando un libro

Manuel Rodríguez Rivero

¿Me permiten que les pregunte -siquiera retóricamente y sin expectativa de respuesta- cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que acudieron a la presentación de un libro? No, no me refiero a uno de esos aburridos "eventos" inmediatamente olvidables en los que autor(a), editor(a) y amigo/a más o menos crítico/a se dirigen al público desde una mesa elevada del salón de actos de una institución cultural para ponderar los méritos de la novedad, con el mismo previsible entusiasmo del que hacen gala los encargados de derechos de las editoriales cuando intentan vender a colegas extranjeros las novelas de "sus" autores. No les pregunto por su asistencia -sea voluntaria, cortés, o ineludiblemente profesional y corporativa- a esos actos baratos y escasamente poblados que las editoriales suelen organizar a regañadientes, y más por dar gusto a la vanidad del publicado (y por hacerle creer que "arriesgan" en su libro) que por los improbables resultados publicitarios que pueda suscitar el insignificante acontecimiento.

La desaparición del rito del cóctel de presentación constituye uno de los más fehacientes síntomas de la nueva austeridad editorial

Me refiero, más bien, a aquellas presentaciones de amor y lujo (no recuerdo ninguna particularmente memorable desde principios de siglo) que constituían un hito importante en la precaria existencia cotidiana de los canaperos, una especie en extinción -solían ser personas de cierta edad- que controlaba perfectamente su dónde y su cuándo, y que acudían a ellas no sólo para poder contemplar con sus propios ojos a los famosos de la pluma (bueno, entiéndanme: de las letras), sino para complementar una dieta alimenticia a todas luces insuficiente, especialmente a finales de mes, antes de que el habilitado les ingresara en su cuenta la siempre mezquina pensión de jubilación. Hablo de aquellas rutilantes presentaciones para las que se alquilaban los salones (todos con nombre propio) de grandes hoteles internacionales en cuyo tupido alfombrado podía extraviarse un ratón, y cuyos actos -anunciados desde el vestíbulo en paneles con letras doradas- eran servidos por camareros de ambos sexos impolutamente uniformados y elegantemente indiferentes a los excesos (etílicos y pantagruélicos) de los invitados. Como si ellos se hubieran saciado previamente en la cocina.

La desaparición a escala planetaria del rito del cóctel de presentación constituye uno de los más fehacientes síntomas de la nueva austeridad editorial. Ahora, si un autor quiere cóctel que se lo pague, como hace la RAE con los nuevos académicos. Ya sé que puede haber excepciones que confirmen la regla: si, por ejemplo, a Roman Arkadievich Abramovich (no se trata de un personaje secundario de El Don apacible, sino del magnate ruso propietario del Chelsea Football Club) le diera por publicar unas Memorias donde explicara con pelos y señales cómo se hizo con su primer billón, probablemente celebraría una presentación inolvidable para elegidos en su yate largo y ancho como esta crisis. Pero no es lo corriente. Ahora lo que se estila, cuando alguna editorial se propone "tirar la casa por la ventana" es, a lo sumo, una copa de vino que ya viene servida para que nadie rastree bodega o añada.

Sic transit gloria editoralis. Las presentaciones con sarao y bullicio resultan caras. Y aunque en los departamentos de mercadotecnia saben que ya no funciona lo de que "el buen paño en el arca se vende", y que la promoción sigue siendo necesaria para atraer el interés del público hacia un título que tendrá en el mismo año otros 75.000 hermanitos (según las últimas estadísticas, como diría Dámaso Alonso), el ahorro y la imaginación (minimalismo, arte povera) han terminado imponiéndose sobre la nostalgia y el esplendor de los salones. La verdad es que, a excepción de los añorados canaperos y los escritores con ego exuberante o inseguro (aquí se dan los dos extremos), no creo que hayamos perdido demasiado. Ahora más que nunca, habent sua fata libelli.

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