La resistencia
Hablar o escribir de cine español es hacerlo de su crisis. Sin embargo, como la crisis es o parece ser consustancial con la propia industria, lo correcto -por obvio- es no incidir en exceso en ello. En todo caso, y a la vista de las fotografías del reportaje que aquí se publica, se puede comprobar su mala salud de hierro: al lado de gentes del oficio que pueden ser considerados ya como clásicos -Bigas Luna, Javier Aguirresarobe, Álex de la Iglesia o Luis San Narciso- surgen nombres y caras nuevas -Verónica Echegui, Leticia Dolera, Yon González...-; hay, pues, una renovación asegurada en una industria frágil que compite en un mercado colonizado y que nunca gozó del interés del gran capital.
No deja de ser significativo que no se sepa a ciencia cierta cuál fue la primera película de cine mudo realizada en España. Los expertos señalan con ciertas reticencias la de Salida de misa de 12 en la iglesia del Pilar de Zaragoza, de Eduardo Gimeno. Otros apuntan hacia Entierro del general Sánchez Brega, y todos señalan a la Riña en un café, de Fructuós Gelabert, como el primer filme mudo de ficción. A estos precursores habría que añadir el nombre de Segundo de Chomón, pionero del cine fantástico y al que los historiadores sitúan al mismo nivel creativo y técnico que Meliés aunque con menos cartel.
La simple enumeración de los contenidos de los primeros experimentos cinematográficos: misas, generales, riñas y cafés (parecen los Esperpentos de Valle-Inclán), ya permite deducir que el cine español surgió con vocación testimonial de la España de su tiempo, algo que llega hasta nuestros días y que tanto les cuesta entender a las fuerzas políticas más conservadoras y a los medios de comunicación más reaccionarios: filmar la salida de misa de las 12 del Pilar o manifestarse en contra de la guerra de Irak o de la masacre de Gaza, por extraño que parezca, es dejar constancia de los hábitos e inquietudes sociales de un tiempo y un país. Por el contrario, alardear de las amistades peligrosas en las Azores o en un rancho de Tejas es, probablemente, un síntoma de inseguridad o de complejo de inferioridad aunque se hayan ganado unas elecciones. El que Segundo de Chomón, por su parte, sea menos conocido que Meliés demuestra también que el cine en España ha sido poco valorado y defendido desde sus orígenes. De un lado está el chovinismo francés, es cierto; del otro, la desconfianza ante un mundo que para bien o para mal nace vinculado a una barraca de feria y que, en el caso español, se dejó en manos de las multinacionales norteamericanas o de una consolidada picaresca nacional, salvo honrosas excepciones, naturalmente.
En 2008, el cine español parece haber remontado ligeramente su pequeña cuota de mercado al superar el 14%, algo más de medio punto respecto a 2007. No son cifras para tirar cohetes ni para rasgarse las vestiduras: es lo que hay. Como también hay el que la influencia de la crítica de cine en las preferencias de los espectadores se sitúa en torno al 8% (¿Por qué no gusta el cine español?, de Román Gubern, EL PAÍS de 2 de febrero de 2008), el que casi un 50% de la población reconoce no leer nunca un libro o que el 70% de la misma población asume el no comprar un diario (datos de la macroencuesta del anuario de la SGAE).
La lista de las películas españolas más taquilleras de los últimos años aporta también cierta información útil para comprobar quiénes somos y dónde estamos: en 2002 fue El otro lado de la cama; en 2003, La gran aventura de Mortadelo y Filemón; Mar adentro, en 2004; Torrente 3, en 2005; Alatriste, en 2006; El orfanato, en 2007, y el pasado año, Los crímenes de Oxford. Sorprende el que la mayoría de la lista es cine de, por y para adultos, y que la comedia no resulte predominante en las preferencias populares. Es cierto que la lista de las películas más taquilleras -españolas o extranjeras- de esos mismos años no comparten ese criterio: Spider-Man, La gran aventura de Mortadelo y Filemón, Shrek 2, Star Wars Episodio III. La venganza de los sith, Piratas del Caribe. El cofre del hombre muerto, El orfanato e Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal remiten directamente a unos gustos mayoritariamente infantiles o juveniles, y sólo dos de las siete citadas son españolas. El predominio estadounidense es indiscutible, y más aún desde que el anterior régimen facilitó la colonización cinematográfica a la industria norteamericana, dueña y señora de las grandes productoras, distribuidoras y cadenas de exhibición, a modo de tributo ante la visita del presidente Eisenhower a Madrid en 1959. Pese a todo, 2009 puede ser un año ligeramente mejor para el cine español: estrenarán los Almodóvar, Amenábar, Coixet, quizá Bollaín, nombres que suelen mejorar la cuota de mercado del cine nacional.
Si ya en 1894 el libretista Ricardo de la Vega hacía cantar a Don Hilarión, protagonista de La verbena de la Paloma, que "hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad...", no digamos en los comienzos del siglo XXI. No sólo es una barbaridad, sino que han modificado radicalmente los hábitos de ocio de la sociedad. A las salas de cine cada vez van más los más jóvenes, para quienes el ir al cine se ha convertido en un lugar de encuentro generacional y, al mismo tiempo, cada vez se proyectan más películas en los nuevos soportes, desde la Red hasta las televisiones, y se piratean también más. En Estados Unidos, hace ya tiempo que las ventas en DVD han superado los ingresos de taquilla y, como señala Edgard Jay Epstein en su estupendo libro La gran ilusión. Dinero y poder en Hollywood (Tusquets), las discusiones más duras de las distribuidoras norteamericanas con los exhibidores de los grandes centros comerciales lo son por colocar sus películas en las mejores salas, que no son otras que las próximas a los tenderetes de refrescos y palomitas, productos que reportan muchos más beneficios a los exhibidores que la taquilla. Es la lucha por estar cerca de las coca-colas, los nachos y todo lo demás.
Todo cambia vertiginosamente menos, quizá, el regusto por la demagogia, que al parecer se mantiene inalterable. La prensa más reaccionaria y los partidos políticos más conservadores llevan unos años a la gresca con el cine español. Se alegran de sus fracasos con la misma o similar inconsciencia que reivindican lo nacional. Y todo porque en la ceremonia de los Goya de 2003 el "No a la guerra" se convirtió en coprotagonista de la gala. Desde entonces, todo son palos, burlas y cuchufletas para los del gremio. Se les acusa de vivir del cuento, de recibir subvenciones a fondo perdido y de ser unos inútiles, alejados, además, del gusto popular. Pues bien, en 2008, la excelentísima presidenta de la Comunidad de Madrid, doña Esperanza Aguirre, tuvo a bien conceder una subvención de 16,5 millones de euros (algo menos de 3.000 millones de las antiguas pesetas) a una sola película, Sangre de mayo, de José Luis Garci, sin que ninguno de los voceros habituales de la excelentísima señora tuviera a bien protestar por tanta generosidad con los fondos públicos de su televisión autonómica. Tampoco la recaudación en taquilla de la conmemoración cinematográfica del Dos de Mayo madrileño fue de las que dejaron boquiabierto a nadie: no alcanzó el millón de euros, es decir, una dieciseisava parte de lo recibido como subvención. Al parecer, el talento de Garci es económicamente inconmensurable, no así el de los demás.
Retomando un poco la historia del cine español, cabe señalar que en 1935, poco antes de la sublevación militar que desató la Guerra Civil, en España se habían producido 35 películas, una cifra estimable para las circunstancias económicas, sociales y culturales de entonces. La guerra, como en tantas otras actividades, acabó con lo establecido. Una parte importante de los profesionales del cine se exiliaron, con Luis Buñuel a la cabeza, y el régimen de Franco implantó la censura y la obligatoriedad de doblar todas las películas extranjeras, una reivindicación patriotera que favoreció, y mucho, a todas las industrias extranjeras, y sobre todo a la estadounidense, una vez superada la fase autárquica de la dictadura. Es exactamente lo contrario de lo que ocurre en el poderoso mercado norteamericano, en donde no se permite el doblaje al inglés de las producciones rodadas en otras lenguas. Ya se ha dicho en varias ocasiones, pero ¿qué ocurriría si en España todas las películas norteamericanas tuvieran que exhibirse con subtítulos? En fin, hay decisiones que favorecen a las multinacionales, algo similar al liberalismo de los neocons autonómicos madrileños y las subvenciones con fondos públicos a los amigos.
Rota la continuidad industrial del cine, habría que esperar unos años hasta que las películas españolas dieran pistas de un cierto renacer del talento de las nuevas generaciones. Los años cincuenta acogen las primeras obras de nombres como Bardem, Berlanga o Ferreri que no alcanzan el éxito popular de Juan de Orduña y su El último cuplé, por ejemplo, pero sí comienzan a ser vistos con interés en los circuitos internacionales. A finales de la década llegarían los ministros tecnócratas del Opus, las primeras oleadas del turismo, los primeros biquinis y, con ellos, una cierta apertura en el cine. Empiezan los Carlos Saura, Querejeta, Picazo, Borau, Camus, Armiñán, Aranda, Suárez, Camino y Summer, entre otros. Buñuel ya había vuelto a rodar en España, y la industria, sobre todo la distribución, estaba prácticamente en manos de los norteamericanos. Fue también la década en la que comenzó en España el uso de un pequeño electrodoméstico que con el paso de los años modificó una buena parte de los hábitos culturales y, naturalmente, del cine, de la sociedad española: la televisión. Cincuenta años largos después de las primeras emisiones de TVE (1956), el escollo más importante en la promulgación de una nueva Ley del Cine es, precisamente, las diferencias entre la industria del cine y las televisiones. También es cierto que el auge del electrodoméstico y el surgimiento de cadenas privadas propiciaron la aparición de nuevas generaciones de actores, técnicos y guionistas en un número impensable años atrás.
Cine de autor, comedias, "destape", individualidades brillantes, televisión..., la industria del cine vuelve a mostrar su fragilidad al mismo tiempo que sobrevive en un mundo competitivo.
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