Puritanismo y predestinación
Demasiada gente cree todavía en la predestinación, según se comprueba a diario. Las biografías de los varones y mujeres ilustres se remontan, por fuerza, al nacimiento e infancia de los biografiados, y tienden a rastrear los rasgos de su talento en los periodos más remotos de su existencia, y por consiguiente a ver señales de lo que luego han sido allí donde no los había ni seguramente podía haberlos. Se parte de una base tramposa y falsa, es decir, del conocimiento de una vida cuando ésta ya ha concluido o por lo menos se ha desarrollado. Se lleva a cabo una operación parecida a la siguiente: cuando uno ha terminado de leer una novela o de ver una película, puede volver a empezarlas y fijarse en cuantos elementos y datos preanuncian ese final que ya conocemos, y que en la primera lectura o visión nos pasaron inadvertidos, justamente porque ignorábamos hacia dónde conducían. Pero, así como esto es posible hacerlo -y en Hitchcock es apasionante- en una obra narrativa, concebida y ejecutada por un autor que nos da pistas, pretender otro tanto con las vidas reales es una de dos: o un disparate, o una prueba de la creencia fanática en Dios -en tanto que "autor"- por parte de quienes realizan esas "lecturas" retrospectivas. Las niñeces de Shakespeare o Cervantes, Napoleón o Hitler no tienen en sí ningún interés mientras duran, esto es, mientras ellos -esos niños- no pueden ser todavía los Shakespeare, Cervantes, Napoleón y Hitler que conocemos. Lo mismo ocurre con sus respectivas adolescencias y juventudes primeras: durante ellas, los hombres "importantes" son del montón, no necesariamente destacan por su genialidad ni por su maldad, e investigarlas a posteriori carece en realidad de sentido.
Juan Benet decía, en broma, que le parecía injusto que la prensa dedicara páginas a la muerte de un gran hombre, y ni una línea a su nacimiento. ¿Cuántos niños muertos prematuramente podrían haber sido sublimes figuras de la ciencia o el arte? En su corta vida no hubo nada que lo anunciara, de la misma manera que, con alguna excepción rara -Mozart, quizá-, nada hubo en los primeros años de ningún prohombre o promujer que alertara de los bienes o males que iban a dejar tras de sí. ¿Cuántos reyes -por mencionar un oficio en el que en principio sí es posible el pronóstico- no llegaron a serlo pese a su primogenitura, y cuántos acabaron siéndolo en contra de las previsiones, y cuando sólo estaban llamados a ser segundones y tercerones? Al propio Juan Carlos I no le habría tocado serlo. Tuvieron que renunciar a sus derechos sucesorios sus tíos Alfonso y Jaime, entre otras circunstancias, para que pudiera ceñirse la corona que aún lleva puesta. De no haber sido así, hoy sabríamos muy poco de él.
Esta absurda creencia en la predeterminación de las vidas, esta ridícula superstición, se ha trasladado también a las personas meramente famosas, a las que se convierten en Alguien o alcanzan logros notables, con la agravante de que se las quiere hacer responsables y aun culpables de sus anodinos e intercambiables pasados, como si hubieran tenido la obligación de saber, desde su nacimiento, lo que iban a llegar a ser. Hace unas semanas pillé un fragmento de programa de televisión en el que un cenáculo de buitres debatía -es un decir- sobre la Princesa de Asturias y una supuesta biografía de ella que al parecer había iniciado otro buitre y cuya redacción éste había interrumpido no sé si por presiones de altura o por alguna extravagante prebenda compensatoria o por qué. Uno de los buitres presentes amenazaba con encargarse él del proyecto, y alardeaba de que, si se ponía manos a la obra, no era capaz de detenerlo "ni Dios". "Tiene mucho pasado", exclamaba uno, refiriéndose a la Princesa. "Si no quiere que le escriban una biografía, será que tiene mucho que ocultar", se leía en varios de los mensajes que envía la hez de los teles¬pectadores en esta clase de programas y que aparecen sobreimpresionados en la pantalla. "Estamos en nuestro derecho a saber, para eso le pagamos", exclamaban otros. "Por supuesto que esa biografía sería pertinente, pese a su juventud", dictaminaba una buitresa. "Si va a ser Reina, debemos saber qué ha hecho y quién ha sido". Había por allí muy mala idea, pero sobre todo mucha confusión, aunque fuera interesada y deliberada. Tal vez se tenga derecho a saber del comportamiento de alguien -sería dudoso y discutible- a partir del momento en que ese alguien se convierte en Alguien, con mayúscula; pero en modo alguno con anterioridad. La Princesa Letizia podría haber hecho mil barrabasadas hasta el día anterior al anuncio de su compromiso con el Príncipe Felipe, y nadie podría decir nada al respecto, menos aún juzgarla por ello. Hasta aquella fecha era una particular como usted y como yo, y nada había habido en su nacimiento, infancia, adolescencia y primera juventud que vaticinara que un día pudiera ser Reina de España. Según esos buitres, sin embargo, y la hez de los espectadores que piensan que "tendrá mucho que ocultar", la pobre Letizia Ortiz debería haber intuido o adivinado, por inspiración celestial, el alto papel que le tocaría desempeñar y haberse conducido en consecuencia desde la cuna y el parvulario, por si acaso. Todo esto es, en el fondo, una manera más de inducir a la gente a no hacer nada "inconveniente" ni desde luego a "pecar", y a mantenerse casta y en una especie de burbuja por siempre jamás, por si las moscas. El puritanismo se disfraza a menudo de escándalo y acecha siempre, hasta bajo la piel de buitre. O será bajo el plumaje, más bien.
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