Arranca una era
La investidura de Barack Obama trasciende con mucho el relevo presidencial en EE UU
Las desmesuradas expectativas suscitadas por Barack Obama en Estados Unidos y buena parte del mundo convirtieron ayer el relevo presidencial, oficiado en el imponente escenario washingtoniano, en un cambio de era. Rara vez, si alguna, un político ha suscitado tantas esperanzas antes de empezar a ejercer. Esta suerte de mesianismo planetario, que los medios de comunicación han amplificado a medida que se acercaba el día de la coronación, hace tanto más probable la decepción cuando el primer inquilino negro de la Casa Blanca comience a lidiar con los formidables retos interiores y exteriores que le esperan. A la postre, el liderazgo de Estados Unidos es quizá el trabajo más exigente del mundo, y Obama afronta simultáneamente no sólo la más severa recesión en casi un siglo, sino una novísima guerra en Oriente Próximo, otras dos en marcha, en diferentes estadios, en Irak y Afganistán, más un enjambre de conflictos armados o diplomáticos, que varían desde lo leve a muy grave, en los cuatro confines del mundo. En casi ninguno de esos escenarios es concebible una solución real sin la implicación a fondo norteamericana.
Los dos millones de personas congregadas en Washington para asistir emocionadas al arranque de la nueva era, más los cientos de millones más que contemplaron por televisión el histórico relevo, esperan de Obama algo sustancialmente diferente del legado de su predecesor. Bush ha dejado a su país y al mundo una amarga herencia. Obama ha insistido, a lo largo de la larguísima campaña y ayer mismo, en su idealista discurso convocando a la nación a tiempos difíciles y a la vez prometedores, en su disposición a recoger y transformar tan pesado guante. El ya nuevo presidente, quizá por su insólita extracción y experiencia personal, ha dado muestras en su carrera hacia la Casa Blanca de haber comprendido muchas cosas que pueden serle de enorme utilidad en el desempeño de su trabajo. La más importante quizá sea entender que el mundo no es un dibujo en blanco y negro, habitado por buenos y malos. También, que su país no es ya la hiperpotencia incontestada de hace 20 años; que es necesario escuchar a los demás, amigos y enemigos; o que es muy importante rodearse de colaboradores de mente abierta. A juzgar por sus declaraciones, parece que Obama, prudente y comprometido con un sentido ético de la política, está dispuesto a gobernar desde el estricto respeto a la Constitución, las leyes y los derechos ciudadanos, un conjunto de valores que la ejecutoria de Bush ha dejado malparados en sus ocho años de mandato.
La esperanza legítima inaugurada en Washington, sin embargo, no debiera ser incompatible con el realismo. Aunque los primeros y rituales cien días comenzarán a perfilar el cariz de la nueva presidencia imperial en éstos y otros ámbitos, los más utópicos deberían reflexionar sobre el hecho de que Barack Obama no sólo estará a partir de hoy a merced de imponderables y sometido al control y aprobación del Congreso. También sobre la realidad incontestable de que su misión consistirá por encima de todo en defender los intereses económicos y estratégicos de su país, no en una suerte de activismo internacionalista en nombre de las causas justas. En este sentido, el flamante presidente de EE UU, como ha sugerido en su solemne mensaje, tendrá que dedicar el grueso de su atención, durante mucho más tiempo del que hubiera deseado, a temas distintos de los grandes principios y alejados de la compleja arquitectura de las relaciones internacionales. Para Obama no va a haber otra prioridad en su estreno que combatir la gravísima situación económica de su país y la recesión global, un terreno en el que Washington está obligado a asumir el liderazgo.
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