Cinco ideas para enfriar el planeta
El casco negro de un enorme buque se adentra por el hielo y el silencio antárticos. En su interior, una cincuentena de investigadores trabaja en laboratorios y bodegas. Buscan respuestas para paliar uno de los mayores problemas a que se enfrenta la humanidad: el calentamiento del planeta. Buscan una forma de enfriar la Tierra.
¿Es tal vez el grandilocuente argumento de una película pretenciosa? Si lo fuera, se ajustaría muy bien a lo que están haciendo ahora mismo científicos de hasta cinco nacionalidades, incluidos españoles, en el proyecto Lohafex. Lo cierto es que el clima de la Tierra está cambiando por la acción del hombre. Es un proceso puesto en marcha sin querer, por así decir, y hasta ahora los esfuerzos se han concentrado en conocerlo mejor y en tratar de frenarlo tocando el mismo botón que lo desencadenó, esto es, la emisión de gases de efecto invernadero. Pero últimamente gana fuerza otra forma de pensar: si hemos logrado calentar el planeta de forma no deliberada, ¿por qué no enfriarlo a propósito? Renunciemos ya al obsoleto sueño de un clima natural y tomemos por fin el mando del termostato. Hagamos geoingeniería.
Sólo que... no es tan sencillo. Uno de los motivos es que algunas ideas anticalentamiento que no pasan por reducir emisiones de dióxido de carbono (CO2) son tan sofisticadas que parecen salidas de un cómic de superhéroes. Por ejemplo, lanzar al espacio 16 billones de pequeños discos que den sombra al planeta o llenar las nubes de sal marina... La Tierra sería un tecno-planeta de ciencia-ficción. Pero la complejidad de la geoingeniería tiene que ver sobre todo con lo que advierte el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC): estas propuestas son "muy especulativas y con el riesgo de desconocidos efectos secundarios".
La primera pega es el desconocimiento. ¿Y si acabara siendo peor el remedio? Otros temen que la geoingeniería sea un falso parche que desvíe la atención de lo importante, que es emitir menos CO2. La sociedad adicta a los combustibles fósiles se comporta "como un yonqui buscando nuevas estrategias para robar a sus hijos", dice Meinrat Andreae, científico atmosférico del Instituto Max Planck para Química, en Mainz (Alemania). Pero los partidarios de tomarse en serio la geoingeniería tienen una respuesta contundente para eso, como el premio Nobel Paul Crutzen: "Hasta ahora, los intentos [de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero] han tenido muy poco éxito". Ha sido su prestigio, premiado en 1995 por alertar sobre el agujero de ozono en la atmósfera, el que ha introducido la geoingeniería en el debate científico. Pese a todas las críticas, cada vez más expertos apuestan por analizar su viabilidad.
1. Abonar el plancton
El buque de casco negro que penetra en los hielos es el Polarstern, alemán, el mayor de Europa para investigación oceanográfica. Desde este mes, y durante diez semanas, estará en la Antártida dedicado a Lohafex, la mayor campaña desarrollada hasta ahora para estudiar si haciendo proliferar el fitoplancton se logra absorber de la atmósfera cantidades importantes de dióxido de carbono. El fitoplancton, como cualquier planta, consigue su carbono del CO2 del aire en la fotosíntesis.
¿Cómo se estimula el crecimiento del plancton? Abonándolo. Añadiendo al agua micronutrientes, en concreto partículas de hierro. En Lohafex -loha es hierro en hindi-, financiada con cuatro millones de euros por India, se lanzarán 20 toneladas de hierro en 2.500 kilómetros cuadrados de océano. No es la primera vez que se hace algo así. Pero la docena de fertilizaciones experimentales hechas hasta ahora no han dado resultados concluyentes: el fitoplancton sí crece, pero no está claro si el carbono acaba donde quieren los investigadores, en el fondo del océano, en vez de ser reemitido a la atmósfera. Tampoco se sabe qué ocurriría si se añadiera más hierro de la cuenta, ni el efecto sobre los demás eslabones del ecosistema, como el krill -crustáceos diminutos que comen fitoplancton- o las ballenas -que comen krill-. Lohafex cubre más superficie, dura más tiempo y analiza más aspectos que los experimentos anteriores. Por eso "se espera que dé respuestas bastante concluyentes", explica Antonio Tovar, del Instituto Mediterráneo de Estudios Avanzados (IMEDEA), en Mallorca, uno de los españoles que participan en Lohafex.
"Por supuesto, nos encantaría que el resultado fuera positivo. Reducir el CO2 de la atmósfera es prioritario", dice Tovar. Pero, dadas las incertidumbres actuales, considera del todo descabellado que compañías como las estadounidenses Planktos o Climos planeen ya ofertar la fertilización de plancton a compañías deseosas de pagar por compensar sus emisiones de CO2. A Planktos y Climos ya les llaman "piratas del carbono".
2. Simular una erupción volcánica
La erupción del volcán Pinatubo, en Filipinas, en 1991 introdujo de golpe en la estratosfera 20 millones de toneladas de dióxido de azufre. Las partículas, entre otros efectos, evitaron que parte de la energía del Sol llegara a la Tierra y, como resultado, la temperatura media del planeta bajó ligeramente. Para Paul Crutzen y otros, esa erupción fue un experimento natural del que se puede aprender. La propuesta consiste en inyectar periódicamente en la estratosfera, preferentemente mediante globos, millones de toneladas de partículas de dióxido de azufre.
¿Una macrocontaminación deliberada? Sí, pero Crutzen recuerda que ya por quemar combustibles fósiles emitimos más de 50 millones de toneladas de dióxido de azufre, con el agravante de que esas partículas están en las capas bajas de la atmósfera y, por tanto, las respiramos: matan nada menos que a medio millón de personas al año, según la Organización Mundial de la Salud. ¿No es mejor inyectar las partículas en la estratosfera, donde enfrían el planeta sin matarnos? Su efecto refrigerador sería inmediato, mientras que el de la reducción de emisiones tardará generaciones en notarse. Crutzen viene a decir que, en caso de emergencia -el colapso del hielo en Groenlandia, por ejemplo-, el dióxido de azufre puede ser un alivio.
Pero hay inconvenientes. El enfriamiento no sería regular -los trópicos se enfriarían más que los polos, justo donde más falta hace-. Y podría cambiar el patrón de lluvias incluso en zonas alejadas de donde se inyectaran las partículas: ¿qué pasaría si un país decidiera proteger su clima sin importarle que otros pagaran las consecuencias? Pero lo más grave, seguramente, es que el dióxido de azufre retrasaría en muchas décadas la curación de la capa de ozono.
3. Nubes más brillantes
La cantidad de luz solar que las nubes devuelven al espacio depende de la superficie de las gotas que forman la nube. Muchas gotas pequeñas ofrecen más superficie que pocas gotas grandes. Por eso lo que proponen los británicos John Latham y Stephen Salter es regar las nubes con agua de mar para que acaben formándose innumerables gotitas en torno a los granos de sal. ¿Cómo hacerlo? Con una flota de varios miles de barcos fantasma surcando los mares constantemente: algo así como catamaranes no tripulados y guiados por satélite, equipados con altos cilindros giratorios que hacen las veces de velas y aspersores. Las pegas: su coste, nada barato, y que no se sabe realmente cuánto aumentaría la reflexión de las nubes.
4. Una macrosombrilla espacial
La propuesta tecnológicamente más sofisticada la lanzó el prestigioso astrofísico Roger Angel, de la Universidad de Arizona, hace dos años: colocar en el espacio, concretamente en un punto a 1,85 millones de kilómetros de la Tierra, nada menos que 16 billones (millones de millones) de finísimos discos de silicio que formarían una gigantesca sombrilla planetaria. Los discos se dispondrían en un enjambre que, desde esa distancia, daría sombra a toda la Tierra sin contaminar. Cada disco tendría un pequeño espejo que actuaría de vela solar; además, habría satélites pastoreando la nube.
No haría falta montajes en el espacio, ni ningún astronauta: los discos serían lanzados en paquetes, y una vez en su destino serían esparcidos automáticamente como los naipes de una baraja. Pero eso no elimina los obstáculos. Se tardaría casi un siglo en fabricar tantos discos, y Angel estima un coste de cinco billones (millones de millones) de dólares.
5. Secuestrar carbono
Capturar el dióxido de carbono que emite una única central y almacenarlo puede que no sea geoingeniería propiamente dicha. Pero hacerlo con todas las centrales del planeta sí que supone una transformación sustancial de la Tierra; según algunas estimaciones, habría que gestionar al menos tanto dióxido de carbono como petróleo se consume. ¿Dónde meterlo de forma segura, y con garantías de que no saldrá de nuevo? La petrolera noruega Statoil ha inyectado ya 10 millones de toneladas métricas de CO2 bajo el fondo del mar del Norte a lo largo de 12 años.
Aun así, hay que buscar más opciones. Una es llenar con CO2 los yacimientos de petróleo ya agotados. Otra, clasificable entre las más exóticas, es depositar el CO2 en las zonas más profundas del océano, donde las altas presiones lo convertirían en líquido y lo mantendrían, supuestamente, confinado. Nadie conoce los efectos de algo así sobre la vida marina. Más explorada, aunque en el laboratorio, es la idea de convertir el CO2 en piedra. Se sabe que cuando el CO2 reacciona con una roca llamada peridotita, el resultado es carbonato cálcico, piedra caliza; la peridotita es muy abundante en el manto terrestre, a 20 kilómetros de profundidad, pero aflora en algunas zonas, como el desierto de Omán, Papúa Nueva Guinea, Nueva Caledonia y las costas de Grecia y la antigua Yugoslavia. Ya hay una compañía, Petroleum Development Oman, interesada en un proyecto piloto para ver si funciona.
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