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Columna
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La boca de la noche

Diego A. Manrique

Renunciabas a los neones de la Gran Vía, esquivabas una fauna nocturna mayormente inofensiva y te sentías reconfortado cuando llegabas a la calle de los Jardines. Buena señal cuando había una aglomeración frente al número 3. Los porteros eran serios, nunca vi allí comportamientos abusivos. Descendías la escalera como un príncipe, mientras te contemplabas de reojo en el espejo del hall (eliminado años atrás, ay, por exigencias de "seguridad"). La noche de Madrid te abría su boca pecadora y te lanzabas lo más cool que podías, disimulando la avidez.

En sus primeros años, El Sol era una criatura extraña, mezcla de club moderno y discoteca tipo Bocaccio. Como tal, desempeñó funciones de eficaz punto de encuentro entre la arrogante generación de "la movida" (perdón, entonces preferíamos llamarlo nueva ola) y una escéptica bohemia intelectual, practicantes del cine y la literatura que no quería caer en los tópicos progres. Se miraban; a veces, se mezclaban y llegaban a mayores.

El propietario, con aire vampírico, alardeaba de mezclador del cóctel social que definió al local
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El Sol era un lugar fiable al que solías llevar a tus visitantes de Barcelona, todavía horrorizados por la cutrez de Rock-Ola y la degradación de Malasaña. Podías señalar caras conocidas, la música no impedía charlar, los sofás eran cómodos y se supone que la bebida no tenía efectos insospechados.

El propietario, Antonio Gastón, gastaba un aire vampírico pero no mordía: alardeaba de mezclador del cóctel social que definió al local, que sólo tuvo una diminuta zona VIP durante sus inicios. Gastón ejercía como introductor de embajadores entre diferentes tribus y le encantaba dejar boquiabiertos a los recién llegados. Si aparecías a primera hora, el local lucía desnudo pero en el escenario podía estar un anciano esmerándose en tocar una cítara, una obligación de las inescrutables regulaciones que el Ayuntamiento imponía a la vida nocturna. Gastón enseguida encontraba una justificación cosmopolita: "¿Te das cuenta? Igual que en El tercer hombre".

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Gastón no te pedía que te quedaras a hacer bulto. Eras igualmente bienvenido si recalabas en El Sol a última hora de la noche e, incluso, algunos podían quedarse cuando el DJ desconectaba los platos. Gustaba entonces Antonio de interpretar La loba y otras sentidas coplas para los íntimos, manejando con garbo aquel pesado telón de terciopelo. No te atrevías a soltar ninguna impertinencia: por allí solía andar el actor Félix Rotaeta, de ideas rotundas y lengua cortante.

Aún así, quiero recordar que en El Sol hubo menos locura -ya saben, la bola de "sexo, drogas y rock and roll"- que en otros antros de nuestra década prodigiosa. Aunque contaba con recovecos obscuros, el ambiente imponía cierta moderación en el comportamiento. El lugar se prestaba a las confidencias: aquel rocker militante que, una noche, me confesó su frustración por no poder reconocer su devoción por Deep Purple. Y es que, en los ochenta, las fronteras estaban muy marcadas; una chica tecno no debía bailar si estaba sonando el llamado "pop baboso".

Permítame saltarme los años de indudable decadencia. De alguna manera, El Sol supo reinventarse cuando la aristocracia de "la movida" dejó de salir por las noches. Lo hizo potenciando los directos y atendiendo a las sucesivas pasiones musicales de la capital: el rock de garaje, el indie, el funk. Los grupos se encontraban cómodos con el equipo; colegas de profesión como Nacho Mastretta o Willy Vijande controlaban las peculiaridades del sonido de aquel espacio en L y siempre lamentaban que los novatos prefirieran el volumen a la sutilidad. Las paredes del camerino testimonian la abundancia de bárbaros, foráneos y nacionales, que allí han descargado.

Y se mantiene un gratificante sentido de la historia. Con regularidad, El Sol recupera a grupos de los ochenta, desde los Mamá de José María Granados a los imprescindibles Coyotes. Son ocasiones agridulces, que sirven para reflexionar sobre la injusticia del negocio musical hispano. De paso, también nos permiten comprobar como nos quedan las canas, los kilos de más, los estragos de la edad. El resumen siempre es el mismo: ¡Que nos quiten lo bailado!

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